Con la boca cerrada no se puede gritar. De la cavidad bucal sale un murmullo, un destello, un ligero rumor que llena la sala de una incomodidad que nadie desea. Con la boca cerrada no se puede tomar aire para seguir adelante, no se puede respirar hondo para relajarse. Con la boca cerrada no se puede cantar, ni susurrar piropos al oído, ni contar historias, ni decir te quiero, ni sonreír de manera auténtica.
Refugiarse en el silencio ha sido siempre mi primera opción, la cura para mis males. Pero el silencio es terrible, desolador, anárquico en sus formas y en sus maneras. Cuando me callo, los minutos pasan más lentos, los teléfonos dejan de sonar, y si suenan, ya me encargaré yo de no oírlos. El silencio me transforma en un monstruo que se consume a sí mismo, que se abotarga y se duerme, queriendo desaparecer por un solo día.
Escucho y escucho, y callo y vuelvo a callar. Y de mis silencios no saco nada en claro. Callando ni avanzo ni crezco. Y sólo cuando me encuentro ante el vacío de una página en blanco despliego toda mi artillería, mi furia, mi cariño, mi compasión, mi ilusión y mis sueños. Y me pregunto si vivo en el mundo real o en estas páginas. ¿Se ha apoderado de mi corazón la literatura y no he dejado nada para mi vida cotidiana? ¿Por qué callo cuando me apetece decir algo? ¿Por qué lo reservo para estas líneas? ¿Será porque pienso que no me escuchan pero sí me leen? ¿Quién soy yo? ¿El que escribe o el que respira? ¿El que juega a ser escritor o el que intenta que la voracidad del mundo no se lo trague con su indiferencia? Demasiadas preguntas, y sigo escribiendo, y sigo callando...
No hay comentarios:
Publicar un comentario