domingo, 27 de septiembre de 2009

Crónica de una coronación


Al parecer voy a pisar tierras granaínas una vez al mes. Tras la visita de agosto, he vuelto esta tarde de lo que puede llamarse el Espino de Graná, ya que prácticamente sevillanos, granaínos, madrileños y emeritenses nos hemos reunido en la ciudad de la Alhambra para festejar al modo más espinero posible lo que yo me he empeñado en llamar (no me salía la palabra verdadera) la Coronación de Jorge (bromas aparte de que le haría falta una poquita de fiso en la calva pa que se le sujetase la corona).

Un viaje de reencuentro, no con esa visión de travesía extraordinaria que tenía el de agosto. Este ha sido más bien un viaje de continuidad. De nuevo a la misma casa, esa a la que ya empiezo a cogerle cariño y a la que sé llegar desde la otra punta de Graná (increíble pero cierto). De nuevo una sensación de estar en casa a pesar de encontrarme a más de 200 kilómetros de mi hogar.

Por las circunstancias de la vida, porque quizá éramos demasiados, por tensiones internas, enfados y despropósitos de los que he intentado mantenerme alejado, nos hemos separado, y casualmente, me he encontrado siendo el viejuno de un grupo heterogéneo, diverso y tremendamente divertido. Cierto es que para nada me arrepiento: no sólo he tenido la oportunidad de proseguir con mi admiración por algunos maravillosos descubrimientos de este verano, sino que también he podido ponerme cara a cara con amigos perdidos y hacer algunos nuevos.

A pesar de que ha habido momentos muy bonitos con la mayoría de los que estaban en Graná este fin de semana, creo que ha habido tres micromomentos que se llevan la palma. El primero de vuelta del botellódromo el viernes, con una compañera bloguera que probablemente leerá esto y que, aunque no se me notase, me hizo revolverme por dentro de emoción de pensar que haya gente que me empuje a seguir esta aventurilla literaria que llevo a cabo en esta mesa del rincón. La segunda, en un pub abarrotado en el que un maravilloso señorito enchaquetado me puso los puntos sobre las íes, y me recordó que el pasado no es más que eso, pasado. Y que la vida es muchísimo más que rencores, que es mejor guardar la hermosura de los recuerdos y dejar la mala follá para cuando realmente sea necesaria. Hablar lo que hay que hablar sin tener miedo a las consecuencias. La tercera situación fue la más inesperada y la más directa, cuando uno de esos desterrados del 89, por los que nunca nadie apostó un duro, me dió otra de esas gratas sorpresas que me demuestran que hice bien en no escuchar a los que me decían que los ignorara, y me elevó a una nueva precepción de mí mismo. Yo, siempre tan autoinfravalorado, me encuentro cara a cara con un tío genial que me dice directamente que soy mucho más que mi expediente académico y mis estudios, y que lo que vé la gente en mí es más que un expediente, que debo tener abierto de par en par el corazón para llenar las vidas de muchos otros.

Y sorprendentemente, ante la parafernalia de un acto arzobispal, me hallo a mí mismo extraño e incómodo, y de repente añoro aunque sea por un sólo momento mi "navecita industrial" de Sevilla, y la camaradería del coro de Sevilla, y pienso que las cosas que se hacen a la fuerza y organizadas sólo por un par de personas nunca salen bien. Cosas hermosas como la música han de ser fruto del consenso y del apoyo mutuo. En el Santuario ví un coro impecable de cara a la galería, pero rígido y tremendamente formal, no me sentí parte viva de aquello. Bien sabemos que los coros de las parroquias son demasiado a menudo una lucha entre la represión de los egos personales y la motivación que acaba siendo frustración si no se sabe llevar. Y sí, ya tengo ganas de domingo de coro, de reinventarnos, de sonreír mientras tocamos, de comentar la jugada entre canción y canción.

Probablemente esta crónica no sea graciosa, ni tan emotiva como las anteriores, pero sí que es sincera. Parece que me he refugiado en mis mejores años ahora que he terminado la carrera y he optado por la jovialidad y el lado claro, antes que por el lado oscuro en el que siempre he estado inmerso, y que últimamente sólo me trae dolores de cabeza fácilmente evitables.

De este encuentro me traigo la sencillez, el encanto de lo que no es retorcido, la sutileza de saber que en la conversación más directa e inesperada se puede hallar una revelación, un intercambio de emociones, un sueño a medias... Graná vuelve a demostrarme que me quedan demasiadas conversaciones por tener, y que llevo mucho tiempo deseando tenerlas, que tengo que dejar de prejuzgar a las personas y superar la etapa de las primeras impresiones.

Viajes para pensar, quién me lo iba a decir, para descubrir la vida y para conocerme y desconocerme, para hablar lo que nunca hablo. De nuevo aparece el riesgo que conlleva el acercarse demasiado, el apostar por lo que nunca sabes cómo va a salir... Pero me estoy llevando tantas sorpresas, que merece la pena. Sorpresas con nombre propios como Juan, Ana, Belén, Álvaro, Jesús, Elena, Emi, Miguel o Sergio. Incluso sorpresas con nombres propios que tengo a mi lado todo el año, y a los que, visto lo visto, nunca escucho lo suficiente. Otro viaje que me da la vida. Por que haya muchos más.

lunes, 21 de septiembre de 2009

El sueño de una Volkswagen cargada de instrumentos


Soñar es gratis. Por eso precisamente sueño y sueño imaginando, como en los libros de "elige tu aventura", los distintos finales de mi historia. Se plantea un año probablemente caótico. El otro día leía en un blog que mi generación somos la Generación Cero: salimos al mercado laboral llenos de aspiraciones pero con una crisis económica arrasando el mercado laboral. Buscamos unos puestos de trabajo que han sido sacrificados por el bien de las empresas, unos puestos que eran para nosotros, pero que la crisis ha borrado del mapa.

Por eso me hallo en pleno septiembre mirando becas, programas de idiomas, cursos... y sin tener ni idea de lo que hacer. La crisis me ha cogido de golpe y lo que más miedo me da es llevarme un año sin nada que hacer.

Me he apuntado a francés, lo que nunca está de más si quiero avanzar en mi profesión y tener una proyección internacional. Estoy leyendo los libros que dejé a la mitad, estoy reordenando mis escritos para continuar con esos proyectos que se amontonan en el segundo cajón de mi escritorio, relleno formularios de becas y programas de estudios esperando que suene la flauta...

Sueño con literatura, con música, con teatro, con cine, con viajes... amigos me traen a la mente imágenes de una camioneta Volkswagen clásica cargada de instrumentos, de gira por España, a la aventura, imágenes de musicales a los que yo mismo haría los arreglos, de discos de la Pastoral Juvenil que nosotros mismos produciríamos, de canciones que se entonan simplemente por placer, de cursos de fotografía, de meses aprendiendo inglés en el Dublín de Joyce...

Los sueños me hacen olvidar la tremenda angustia que me taladra la cabeza. Y prefiero soñar mientras, desde la calma, aclaro las ideas. Quizá en alguno de esos sueños esté la señal que espero. Tiempo al tiempo, me quedan menos de 5 créditos para acabar... y quedan días para que esa nota cambie mi vida. Respira hondo, muchacho, que no se te caigan las riendas de tu vida de las manos.

martes, 8 de septiembre de 2009

Pequeñas historias: 'Usually'


"Pablo llevaba años sin saber que hacer. Cuando llegaba del trabajo, suspiraba cada día de la misma forma al abrir el buzón. Pedía que la suerte viniera a él sin ni siquiera un mísero ritual para atraerla.


Subía cada día los cuatro equilibrados escalones hasta el recibidor, y después se apoyaba, como el soldado que viene de la guerra, en el mármol fresco de la pared, mirando al ascensor.

La luz parpadeaba, como esas bombillas que deben ser enormes, que alumbran de forma alarmante las azoteas y antenas de puentes y edificios. Roja y centelleante, la luz de aquel elevador plateado le recordaba a la luz de su movil, que parpadeaba igual en su mesilla cuando, conectado a la red, recargaba la batería gastada.


A Pablo ya no le importaban las fechas del calendario, no quería saber si era invierno o verano, o si al día siguiente tenía que ir de nuevo a la oficina. No disfrutaba, como las parejas jóvenes del dulce candor de la primavera, cuando el sol comenzaba a calentar después de un trimestre enclaustrado entre la celosía del frío y la escarcha. No sentía en su interior esa fogosidad de los besos en mitad de la calle, esa impudicia del mirar ajeno sobre los hombros cuando se abraza a una mujer en público.


A Pablo ya no se le erizaba el vello con las escenas de amor de las películas, ni reía con las series estúpidas de adolescentes. Pablo se había hecho un adulto sin aspiraciones, el kit del ejecutivo que no necesita más de lo que lleva en su maletín, el hombre que sale de casa cuando sale el sol y vuelve cuando atardece sólo pensando en acostarse.


Pablo caía tristemente con sus pesados párpados escondiendo los ojos inyectados en sangre de no dormir y de la luminancia extrema de los fluorescentes y las pantallas de ordenador por horas y horas encendidas, desfallecía sobre la silla de su comedor como el que no quiere la cosa, sin esperar ninguna sorpresa ni alivio en la caída.


Mirando al plato de comida precocinada que chorreaba aceite por los lados y agua de no haberse descongelado bien en el microondas, volvía a suspirar. ¿Dónde estaba él mientras la gente vivía? ¿En qué lugar dejó su juventud, aún por estrenar, para entregarse por entero a una vida de rutina?


El tenedor arañaba el plato de falsa cerámica con un chirrido irónico que le inspiraba a escribir una elegía. Un poema de aquellos que escribía cuando era inocente, una oda alegre en la que las palabras abarrotaban los márgenes de los cuadernos buscando un lugar más digno para constituírse en declaración de amor. Algo que olvidó cómo se hacía, algo que se marchó, o que su propia amargura expulsó a modo de venganza por tanta melancolía.


El tenedor volvió a sonar en el borde del plato, y lo soltó de golpe. Tuvo que apoyar el brazo en la mesa para sujetar su cabeza mientras lloraba. Sin más esperanza ni aspiraciones había escogido pasar por el mundo como uno de aquellos que sólo se recuerdan por el número de apartamento en qué vivían, aquellos a los que nunca se les compró un regalo inesperado, aquellos que nunca regalaron flores a una mujer porque creían que no merecía la pena intentarlo.


El segundo brazo ayudó al primero a recoger una frente sudorosa que temblaba mientras sonaba de fondo un llanto mínimo y agonizante. Miserable hasta para soltar las lágrimas.


La casa se teñía mientras tanto de la luz amarillenta de una lámpara lejana. El crucifijo en la pared, oculto tras una cortina oportunamente movida por el viento, miraba descaradamente al cenicero del aparador. Sí, ya lo sabía, pronto estarían allí mismo las cenizas de su vida, sin que nadie en el mundo quisiera recogerlas para custodiarlas con amor en la chimenea de su casa.


Demasiado tarde para cambiar de rumbo. Demasiado joven para olvidar. Ni tan siquiera oyendo sólo lo bueno de los mensajes que su cerebro insolente clavaba en su intelecto, podía resistir la presión. Pensó en el buzón sin cartas, en la luz mezquina del ascensor, en el hedor de la comida al abrirse la puerta del microondas. No pudo más.


La sangre planeaba sobre la mesa como una fuente, saliendo de su cuello a borbotones.


Se levantó en último amago de comprobar su inmundicia. En el cristal de la vitrina, veía el tenedor en su yugular clavado, y el chorro bermellón de espesa sangre manando en todas direcciones. Sintió un poco de mareo, pero no dolor, y mandándole un último beso a su reflejo, se desplomó sobre el suelo de moqueta, empapándolo. Tirado en el suelo, oía el crepitar como de esponja, del tejido absorviendo sus fluídos.


Lo había conseguido, por fin se había atrevido a terminar una de aquellas historias que escribía."