martes, 30 de marzo de 2010

Reportaje: La profecía de los Naranjos

Miguel Pérez Martín. Sevilla

"Ésta es la calle con la mejor acústica de Sevilla", dice mientras mira la longitud desde el Molviedro inabarcable de la calle Castelar. Habla el médico, el mismo que paraliza su actividad cada año al llegar el Domingo de Ramos, florido, vestido de Paz en el Parque, y llena las tardes de paseos por las calles del centro de Sevilla. Me habla de acústica musical y me recomienda ver a la hermandad de Montserrat en ese tramo justo con la marcha Margot, pieza de Joaquín Turina (ninguno de los músicos nacionalistas andaluces de principios del XX negó la música popular de su tierra, sino que contribuyó a su puesta en valor).
Con el traje de chaqueta impoluto y sin programa, es un cofrade informado: lleva el auricular de la radio, vulgo 'pinganillo', en su oreja derecha, y mientras me narra algunas de las curiosidades de esta semana cargada de historias, no deja de prestar atención a lo que los compañeros de Canal Sur susurran en su oído.
Hay luz de sol en el Arenal y en la calle se abarrota la gente, con ganas de procesión después de la deslucida intentona de Santa Genoveva y El Cautivo de San Pablo, que han terminado en su capilla y en El Salvador, respectivamente, tras las lluvias del mediodía. Parece que toda Sevilla esté ahora mismo en la calle Castelar, esperando la salida de Las Aguas de la Capilla del Dos de Mayo. Arfe es una vía lo menos pintoresca dentro de este barrio, desangrada en dos vertientes que llevan a las Atarazanas y el Arco del Postigo, y que desemboca en Adriano, donde el miércoles se abrirán las puertas toreras del Baratillo.
El paso del Cristo de las Aguas pasa impresionante ante nosotros. Estamos cobijados bajo un naranjo: el frescor de los azahares se derrama sobre nuestras cabezas y nos impregna la ropa. En el cáliz del ángel del paso se resume la paradoja de la ciudad: la Sevilla que vuelca en un copa de oro en forma de canasto la grandeza del sacrificio, que recoge el mensaje y lo transforma en arte.
Antes de que llegue el palio, el médico me explica el lenguaje de los naranjos: depende de cómo reaccionan al viento, podemos saber si lloverá o no. Sevilla está plagada de naranjos: son tan antiguos como su propia Historia. El médico explica que si sus ramas se cimbrean firmes de izquierda a derecha, todo va bien, pero que si el viento del río mueve como un péndulo las hojas, las hace botar de arriba a abajo, es que se acerca lluvia. Su hijo, que viene con nosotros y es algo más joven que yo, discute con su padre sobre la teoría de los naranjos. Ha heredado de él no sólo el nombre y la profesión, sino también la pasión por la Semana Santa, vista a través del oído: toca en un conjunto de capilla que salió ayer, y en su trayectoria pesan los 10 años en Cigarreras. Al final, recuerda las veces que su padre le advertía mirando el naranjo de delante de su casa si saldría o no con la banda, y le da la razón. No ha fallado ni una sola de las veces.
El médico nos conduce sin autoridad, pero sí con recomendaciones. Es mejor dejarse llevar, confiar en el que ha gastado decenas de zapatos con los adoquines que yo ni siquiera llegué a conocer. Nos dirigimos a la Plaza de la Magdalena para llegar hasta el Museo, de donde sale la última del día sobre las nueve de la noche. Nos cruzamos con nazarenos vestidos de distintos colores, algunos con la decepción pesando sobre sus capirotes que hoy no han recorrido las calles a la luz de los cirios.
"¿Sabes quién es Bobby Deglané?", me pregunta el médico señalando un rótulo de azulejo con ese nombre sobre una pequeña calle. Mi negativa le hace gracia, porque es un periodista, uno del gremio. Me cuenta orgulloso la proeza de Deglané, responsable de la llamada 'Operación Clavel'. El periodista impulsó desde Madrid una caravana de ayuda a los damnificados por las inundaciones de 1961 en Sevilla, llamando a los españoles a enviar todo tipo de útiles y víveres a los sevillanos que lo habían perdido todo con la subida del Tamarguillo. Mala suerte que el mismo día que la caravana llegaba a Sevilla, la avioneta que los acompañaba se enredara en unos cables de alta tensión precipitándose sobre el público que recibía las ayudas, causando más de 20 muertos en la actual Avenida de Kansas City. Desde ese momento, Deglané pasó a la Historia, pero también por el suceso, fue relegado al olvido (¿quién quiere recordar lo que acontece cuando hay muerte de por medio?).
Sorteando esquinas y bullas, llegamos a merendar a una casa de la Calle Monsalves. Frente a ella, el Palacio que da nombre a la calle, que será dentro de poco ampliación del cercano Museo de Bellas Artes, albergando las colecciones decimonónicas de pintura, principalmente la andaluza. La tarde cae, la compañía es agradable y el hijo comparte un merengue y torrijas conmigo mientras hablamos. A lo largo de la tarde me cuenta experiencias que me ponen los vellos de punta, me transmite tales emociones por cada recuerdo de sus semanas santas pasadas, que no puedo evitar contagiarme de cosas que ni siquiera he vivido.
La Virgen del Rocío y la Hermandad de la Vera Cruz, una de las más antiguas de la ciudad, son nuestra próxima parada. La bulla sevillana nos acapara y nos arrastra, y sólo el paso del palio de Las Tristezas hace callar a la turba en un silencio casi imposible en el que se oyen los golpes de la única bambalina del palio de cajón embestir suavemente los varales de plata. Siseos mandan callar a los más despistados, quizá turistas que aún no se enteran muy bien de qué va esto, ni se enterarán a menos que lleguen a comprender el binomio alegría-tristeza de esta ciudad que encuentra la luz en la tiniebla barroca de la cera morada y el terciopelo carmesí.
Las nubes flotan fantasmales en esta noche palestina, ocultando la luna llena que cuenta el Evangelio que había en la noche del Prendimiento en el Monte de los Olivos. El cielo se tiñe de rojo sangre sobre el Salvador para indicar que el presagio del naranjo está a punto de hacerse realidad. Las hermandades sufren con las primeras gotas de lluvia, y corren presurosas a resguardarse en la Catedral. La radio dice que El Rocío se adentra en la recta de Santiago hasta su templo lo más rápido que las espaldas de sus costaleros le permiten. El día está finalmente partido en dos, el agua resbala por las cornetas como el sudor de la banda, las flores de las Vírgenes beben las gotas que entran por sus capullos.
Nos marchamos un Lunes Santo de nubes que amenazan lluvia más que de chaparrones que hacen charcos entre los adoquines. "Aún recuerdo cuando nos colamos a protestar en el 75 en el Palacio Arzobispal y los grises nos esperaban fuera. Dieron las 10 de la noche y nos dimos cuenta de que nos íbamos a perder la final de la Copa de Europa, así que nos disfrazamos de curas con dos sotanas que encontramos en la segunda planta, y salimos por la puerta principal", cuenta entre risas el médico, y por lo que dicen sus ojos sabes que es verdad. El Palacio Arzobispal ha echado el cierre antes de medianoche, quizá desde aquel día del 75 lo haga cada noche por miedo a que se le cuele alguien y les diga algo que no quieren oír. La columnata de la Plaza del Triunfo queda a mi derecha y la recuerdo grabada en la bambalina trasera ligera del palio de la Virgen de Guadalupe a su paso por Arfe. Y pienso en que el viernes, pase lo que pase, tengo que ir a escuchar Margot mientras Montserrat pasa por Castelar.

lunes, 22 de marzo de 2010

Y en pleno infierno llegó la locura

Sí Señor, la locura. En una semana en la que no he parado de hacer trabajos ni un sólo día (y lo peor es que aún podría haber tenido más obligaciones), de repente llega el viernes como un infierno y al salir de la Escuela una frase inaudita del guarda de seguridad, que creo no me ha dirigido la palabra en la vida.

- ¡Hasta el lunes! Están ahí esperándote tus amigos- me dice sonriente.

Yo pienso que se refiere a mis compañeros del lobby del Grupo C (C de Cabreo este fin de semana), pero me reafirma que son mis amigos que han venido a buscarme. Y sin esperarlo para nada, el coche de Tere aparcado en medio de la salida, atrevido y de espaldas. Jose, Lora y Tere se bajan del automóvil y espero que se dieran cuenta de cómo se me iluminaba la cara. Mis compañeros, que van saliendo, han notado mi alegría, porque los veo sonreír cuando pasan junto a nuestros abrazos.

El viaje que pensé que nunca llegaría a buen puerto, ha resultado inaudito. han venido a recogerme, algo que nunca nadie había hecho por mí en esta ciudad, y para mí ya sólo con eso me tienen conquistado. En el largo viaje en coche a través de la infinita Alcalá les pongo al día de mi vida aquí y les informo que tengo que seguir trabajando cuando lleguemos a casa. En ningún momento escucho quejas, sino proposiciones, ayuda y ofrecimiento. Respiro hondo y agradezco su comprensión porque esta semana me va a estallar la cabeza.

Al llegar a casa me doy cuenta de que para estos tres grandullones esta casa se queda pequeña: a Jose se le salen los pies de la cama. Es la primera vez que hospedo a un trío y no sé cómo lo vamos a hacer. No pasan ni tres horas y la casa ya está absolutamente revolucionada. Ha llegado la locura a mi hogar y me sobrepasa por todas las vertientes: calcetines en la terraza, maletas abiertas, botines bajo la mesa, macarrones rodando, posavasos como fichas de póker, vasos por todas partes, sillas en medio de ningún lado... Jose me nota cómo me voy poniendo blanco. Para colmo, la cama se desfonda y a mi me da un ataque de ansiedad del que no me he recuperado hasta esta mañana.

La noche se va transformando y creo que por primera vez desde que estoy aquí me hacen sentirme como en mi propia casa. Siento que es éste mi sofá, éstas mis lámparas y mis puertas, y mi escasa comida la que custodia el frigorífico. No es un decorado, ni la habitación de hotel en la que creía vivir, sino mi modesta casita. Hago una pausa en mi infierno de la Escuela y me dejo llevar.

Lo primero que me dijeron al llegar estos tres a Madrid fue que había perdido el humor. ("Ni de coña, no puede ser, soy el mismo de siempre"). Iluso de mí. De repente me doy cuenta de que se me agria el carácter con esta vida que no es vida de carreras por los pasillos del metro y horas largas frente al ordenador. Y poco a poco, a lo largo del fin de semana, me comprometo a volver a ser yo pase lo que pase. Más maduro e independiente, sí, pero yo al fin y al cabo.

Como siempre, por encima de los hechos están las palabras en las que me refugio, no en vano asocio mi felicidad a esta lengua escrita con la que tanto disfruto en cada línea. Tres momentos: cuando Jose y yo bajamos a comprar cuerda para intentar arreglar la cama y todo el proceso de "Bricolage para una sola noche" (los resultados no duraron ni 24 horas) y nos dedicamos a saquear las obras de San Bernardo en busca de maderas para mi cama herida de muerte mientras dábamos repaso a mi situación, que me trae loco (¿te has dado cuenta que te has convertido en mi confidente?); la charla con Tere en el almuerzo del domingo, creo que la primera vez que hemos hablado en serio, la primera en la que he visto a esa gaditana en todo su esplendor (¡Qué razón los gaditanos cuando dicen que nos trajeron a Sevilla la gracia! ¿Quién si no?) en una charla que se me queda en el recuerdo porque los minutos se me han pasado volando entre risas; y una memorable conversación con el Lora, sobre el colchón en el suelo después de que la cama firmara su sentencia de muerte, creo (y esto es duro escribirlo, pero más darse cuenta de que es verdad) que la más larga que hemos tenido nunca, y en la que me dí cuanta de todo lo que me estoy perdiendo, que quizá hace falta que me venga a Madrid para despertarme a base de tortas.

En mi infierno, sin sentido y sólo con dirección al suicidio social, ha llegado la locura, bendita locura, la de este fin de semana. No me ha dado tiempo a darme cuenta de que se han ido, porque todo ha sido tan rápido y he estado tan a gusto, que me parece que han estado siempre aquí, y que cuando mañana suene el despertador, escucharé al Lora ronronear haciéndose el remolón, luego vendrá Jose a tirarse a mi lado para despertarme, y mientras veré a Tere apurada intentar adecentar la casa lo justo para que a mí no me dé un infarto. Pero no pasará.

Esta vez son sólo cinco días para volver a tener cenas en casa, alguien con quien hablar en la cocina, alguien con quien ir a la compra, alguien para jugar a las cartas, y con quien buscar aparcamiento por Madrid. Este fin de semana habéis hecho mucho más que ser amigos, que visitarme, que animarme. Este fin de semana con vosotros he recordado lo que es tener una familia cada minuto a tu lado, ahora que la mía no está cerca.

miércoles, 17 de marzo de 2010

Olores


Mi olor de marzo no llega. Ha llegado la temperatura, hoy hacía sol y el calor de los rayos podía apreciarse en los dos cortos tramos a pie en superficie que me permiten mis viajes en metro. Iba cada centímetro disfrutando del calor de estos 15 grados que parecen ser lo que aquí llaman "primavera".

Sin embargo, algo falla. Creo que ahora mismo, al llegar este calor que me temo que no es más que un espejismo, lo que más echo en falta es lo que entra por mi nariz como una sorpresa. La primavera que yo conozco desde que nací llega cuando, al ir al colegio o la facultad, el suelo lo alfombran los pétalos blancos de la flor del naranjo, o se siente en la brisa el perfume del azahar que expulsa su aroma al contacto con los primeros rayos de sol que surcan el aire tras el duro invierno.

Aquí, teniendo en cuenta que me paso la mayor parte del día en interiores, el sol es sólo una bella pintura que se pasea al otro lado de los cristales. Ninguna de mis ventanas está libre: todas tienen frente a ellas vigas de cemento transversales que me impiden ver una panorámica decente, aunque sea de las naves del polígono de Julián Camarillo. Y echo de menos los olores. Mi olor cotidiano es el del café de máquina, en sus diferentes vertientes (caramelo, con leche, solo), un olor que corresponde a este marzo estresante que va dando sus frutos, pero en el que me doy cuenta de que mi vida y mi casa es la Escuela, cada vez más. Cada vez entro más temprano y salgo más tarde, apurando hasta que cierran. Salimos y ya no tomamos cervezas, sino que corremos a casa a seguir haciendo los trabajos que nos han mandado; no salimos los viernes porque sólo queremos dormir, estamos agotados de toda la semana; y no hablamos de otras cosas que no son periodismo, ahora es nuestra vida.

El olor de marzo no es el del azahar porque, aquí por más que busco no hay naranjos. Es el olor de mis marzos, como era la infancia para Machado un "conjunto de recuerdos de un patio de Sevilla". El sol, el incienso, el azahar abierto, la nieve perfumada de mi tierra. La flor de los naranjos que sólo florecen allá donde está el calor, y cuyas naranjas me cuenta mi amigo escocés que se llevaron los habitantes de Aberdeen para hacer mermelada de naranjas amargas, una de las más codiciadas del mundo. Lo que nosotros creemos que no sirve para nada, que es algo obvio en el paisaje bucólico de una ciudad, es oro, objeto codiciado para aquellos que están lejos.

lunes, 15 de marzo de 2010

Diario de Madrid_ La casa abandonada

Paso por delante cada día y no puedo parar de mirarla. Me produce respeto y me llama la atención por cada detalle que no ví el día anterior. No sé nada de ella, y aún así me produce una sensación de cercanía que no tengo con ningún otro edificio en esta ciudad.

La casa encantada está en el número 15 de la calle Carranza. Tiene cinco plantas y su fachada parece enlutada, polvorienta en grado sumo, quizá heredera de un incendio años atrás, o solamente objeto de la desidia de las instituciones y de sus propios inquilinos. Sus balcones se muestran desvancijados, los hierros oxidados y la piedra oscurecida. En su puerta de madera agrietada, ya sin barniz después de los ataques de la lluvia, el sol y el frío, se observa el peso de los años.

La casa se construyó a finales del siglo XIX como casi todos los bloques de la zona, y parece que desde entonces viva en el olvido, condenada a estar siempre igual, a no tener más moradores que los fantasmas que la levantaron. En su planta baja, una pollería con puerta metálica cerrada a cal y canto con una persiana gris y llena de desconchados en la laca que la tiñe. Las letras del letrero, de mármol, parece que algún día fueron doradas, pero ya no queda nada de su resplandor pasado. Por encima de la persiana, una rejilla que sólo permite ver oscuridad y vacío.

Los domingos, cuando vengo de Luchana a las once de la noche, veo un resplandor en la cuarta planta. Una luz tenue como de candil siempre ilumina uno de los balcones de la tercera planta. Siempre la misma ventana, siempre la misma luz. De día no parece haber vida, pero de noche siempre hay alguien en ese balcón que quiere hacer saber que está ahí. Pero no sólo la luz, si pasas de madrugada escucharás metales que caen dentro de la vieja pollería, e incluso alguna vez podrás sentir que sale calor del espacio diáfano por la rejilla superior.

La casa abandonada me seduce: siento que está ahí, quiero empujar su puerta y entrar, pero no me atrevo. La casa abandonada representa esta nueva etapa. Quiero saber el porqué no me permito entrar, qué es lo que me impide meterme en sus pasillos oscuros y buscar al inquilino misterioso del candil. Quisiera investigar y escribir una entrada de cómo es la historia de Carranza 15, las causas que la han llevado al abandono, pero me conformo con escribir sobre sueños e inquietudes. No termino de cruzar la puerta de este Madrid que me acoge, a pesar de que soy un extranjero que se siente bastante cómodo en esta ciudad.

La casa abandonada, como esta ciudad, me llama a gritos y me invita a disfrutar de ella un poco más, a dejar de verla como una tierra hostil. Pero por ahora no puedo. Quizá tengo miedo a que me guste demasiado, a que sea como la casa de Carranza, que cause en mí una necesidad. Lo bonito es pensar que estoy recuperando esas ansias de Madrid que tenía cuando estudiaba en Sevilla, y que ahora que estoy aquí puedo ver este Madrid con sol en directo que el temporal me ha cedido durante estos últimos dos días.

Quizá haga el reportaje de la casa encantada, quizá mañana abra la puerta y me aventure por su escalera crepitante hasta la tercera planta, donde viven los misterios, los de la casa y los míos, los que ni siquiera yo conozco y aún no sé si quiero conocer. Qué de miedos esta semana, y todos siguen ahí atormentándome, desde ese balcón iluminado cuando llega la medianoche...