Desayunamos todos juntos en la cocina, como una pequeña familia, rozando el mediodía, sentados en los pequeños taburetes. Por supuesto, Mamá Poyatos se encarga de recoger, mientras nosotros nos turnamos para ducharnos. Hay que darse prisa, porque queremos ir al Retiro a almorzar. Nos acercamos hasta el Buger King con Belén. En la Puerta de Alcalá hemos quedado con Anita y luego se unen Ale y Juanito y Sara, Mari Ro y Candy. Comemos en el césped del retiro y vamos hasta el estanque. Allí Isa y yo estudiamos maquetación y redacción con el Marca y El País, a ver si por fin consigue aprobar. El sol del mediodía nos da en la cara y nos reconforta. Estamos para una foto, de esas bonitas que enmarcas y pones en tu cuarto, de esas que no se te olvida que están en el mueble, que miras a menudo y sólo te sale un suspiro y una sonrisa.
Mari Ro marcha con Belén hasta Félix Boix. La pelirroja siempre ilusionada (prositiva) es la representante sevillana en el Emuli (¿quién mejor?), y llegará por la noche con la sonrisa puesta y canciones nuevas que cantar. Mientras, Isa, Laura, Juanito, Ale, Sara, Candy y yo volvemos a casa. En un rato Juanito y yo seremos jóvenes del PS por un rato y cantaremos y tocaremos en su coro... Laura dice que le demos un toque cuando llegue a la comunión y nos la imaginamos entrando en pijama por el pasillo central, comulgar, e irse.
Bajamos a lo que en Sevilla sería la cripta y en Granada el salón del Coro. Un par de guitarras ni siquiera nos dan la bienvenida, el ambiente es frío y los cantantes del coro prácticamente inexistentes. Juan y yo nos miramos: estamos acostumbrados a los coros del sur, a la algarabía, a las risas, a la bulla y el rasgueo rápido, al ritmo de la rumba y a la riqueza de las segundas voces, a la variedad de los instrumentos en contraposición... Podría decirse que hasta nos duele que el coro no sea una fiesta, un clamor a los cielos, un ejercicio de hermandad y camaradería que nos llene y que saque lo mejor de nosotros. Alguien me ha dicho que los coros son fiel reflejo de las parroquias, que representan el modelo de comunidad. Tendré que reflexionar sobre esto.
Por la noche, cenita en un sitio que parecía caro pero que luego tenemos que admitir que está bastante bien. Isa, Laura y yo pedimos juntos y nos hinchamos a comer. Después de eso, por fin nos llevan a una tasquita ruinosa muy molona, en la que nos venimos arriba, y el que se viene abajo, pues a darle un achuchón y a recordarle que la bipolaridad no es del todo mala, sino que sólo le da más emoción a las cosas. De todas formas, para muchos es la última noche y se nota, se les ve en la cara que, como yo, se dejarán una parte del corazón en Madrid. Por fin consigo alcanzar a Emi y hablamos un poco de la vida, de lo que nos une y de lo que nos separa. Sus ojos siguen siendo los mismos océanos de siempre: da miedo resbalar y sumergirte tan profundo, siguen impresionándome tanto como el primer día.
Por la noche nos entra un pavo brutal. Con el pijama puesto, las caras desmaquilladas y los cabellos despeinados, cómodos y hogareños, en el salón de la mesa redonda, somos compañeros de piso de nuevo y nos reímos como nunca. Hay que decir que la mayor parte del tiempo desvaríamos, siempre volviendo a la intolerancia a la lactosa de Mary Jane (lo siento, pequeña! te queremos igual y lo sabes!). Maravillosos momentos que guardo como un tesoro.
Madrugada y el vendaval afuera es colosal. El viento azota los postigos de los balcones, hasta que los abre de golpe. Yo, que duermo en el suelo frente al ventanal, siento como me taladra la piel el frío. Puedo escuchar a Juanito leventarse a cerrar el balcón, y en repetidas veces, lo siento despertarse. Hablamos susurrando durante unos segundos y volvemos a acurrucarnos para intentar dormir. La noche es terrible, y a sus "joe, compae" yo respondo con "hola hola hola", cada vez que la corriente golpea los cristales y hace temblar la puerta. En una de esas microconversaciones le cuento al Compae que he soñado con que íbamos todos a la inauguración de una boca de metro y que nos regalaban bollos de pan a todos... mi cabeza es indescifrable.
A la mañana siguiente, ya lunes, nos levantamos a la una de la tarde, y sólo estamos Juanito, Laura y yo (vaya tres). Sergio y Emi avisan que vienen dentro de un rato, y los demás están comprando un regalito para Chema por Fuencarral. Desayunamos tranquilos, nos seguimos riendo como si este viaje fuese a durar para siempre, porque en cierto modo ninguno deseamos que acabe. Llegan los demás y comemos macarrones con tomate en el piso, comida baratita anticrisis. Por la tarde, primera ronda de llantos: se va Sevilla y por una vez soy yo el que está en el andén despidiéndolos. Qué pena más grande, es el principio del fin.
Fieles a romper la rutina, tomamos café Sergio, Emi y yo en el 100 montaditos, donde están Ale, Juan y Rosa. Allí por fin hablamos del tema que me trae loco. El 'lado oscuro' sale a reducir y me enzarzo en una discusión que por primera vez, puede que vaya a alguna parte. Emi, como buena granaína, se da por aludida y se defiende. Bien saben la concepción que tengo de ellos, lo que pasó en Graná y mi rotundo cambio de postura. Es hora de que las críticas sirvan de algo y no sean el deporte nacional. De todas formas, por lo visto soy especialista en escribir aquí y que los que no se tienen que dar por aludidos, crean que va por ellos, así que perdón de antemano y el que tenga oídos para oír, que oiga.
De repente se plantea la posibilidad de un lado gris clarito, en el que las críticas surten efecto porque ayudan a solucionar problemas planteados. Así sí. Es la conversación que tenemos en el balcón Emi y yo a la interperie mientras Robina cocina una magnífica cena a base de crepes. Se va uniendo gente, y conforme más charlamos, más tranquilo estoy.
La cena, en la que estamos Santi, Cris, Juanito, Robina, Emi, Sergio y yo, es probablemente uno de los momentos más divertidos del fin de semana. Huele a despedida, y algunos compiten por ver a quien le cabe el bocado más grande en la boca.. pero es que algunos son verdaderos tiburones. La cena es una pasada y en el aire flota una complicidad muy bonita, otro momento cómodo para la lista.
Los granaínos se van a las 5 de la mañana, y ponemos las alarmas. El piso se vacía y quedamos sólo Juan y yo. Cada vez se me encoge más el corazón. Tanta despedida no puede ser buena. Nos tomamos una copa en la cama y charlamos. Las cosas están mejor de lo que pintaban, y hay que pensar que se van a arreglar. Avanzamos a la velocidad del trueno, y charlamos sobre la bipolaridad y otros demonios que nos poseen de vez en cuando. El sueño nos puede y siento cómo se me va clavando la espinita en el alma, temiendo el desenlace.
Suena el despertador, y en la oscuridad de la madrugada me levanto para ver si puedo ofrecerle algo a Juanito. El murmullo se apodera de cada una de las habitaciones: el momento se acerca. Oigo el rodar de una maleta y sigo a mi último compañero por el pasillo. Se me ocurren cientos de cosas que decir, cien gracias que dar, cien motivos para llorar y para tener que evitar esta penúltima despedida. Pero de mi boca apenas sale nada, porque no puedo decir nada. La puerta se cierra como una losa y me siento tan solo... El silencio es terrible, ya no hay respiraciones en la noche de apacibles sueños, ni ruido de cubiertos y olor de café de desayuno, ni risas, ni taconeos... Sólo quedo yo.
Me tumbo en la cama y no duermo. Me pongo a pensar. En el aire puro que representa para mí este viaje, en la serie de maravillosas situaciones que se han dado en esta ciudad del encanto y la magia. Unos vinieron con el sueño de un futuro utópico y se enfrentaron a él, otros a reencontrarse con el amor que vive del teléfono y el mail, el amor de la voz y los recuerdos, otros a demostrarse a sí mismos que la vida es más que rutina y trabajo, otros a dejarse llevar por la alegría, a abrazar a los amigos que se perdieron en el camino de la nostalgia. Algunos se dejaron allí el dinero que poseían porque sabían que el viaje sería un éxito. La mayoría de ellos no perdieron la esperanza, ni la ilusión, ni la sonrisa, porque cuando se pisa la Estación del Sur, o el andén de Atocha, o las profundas naves de Barajas, todo cambia. Unos llegaron a comerse el mundo y se lo comieron, otros dejaron el plato fuerte para el día de mañana. El piso se llenó de vida a todas horas y el sol de Madrid nunca calentó tanto. Ninguno de nosotros nos sentimos extranjeros en una ciudad que nos llena de vida, tanto a los que somos ya veteranos, como a los que la visitan por primera vez.
El piso ya estaba vacío. Madrid había terminado, y yo no podía hacer otra cosa que echar de menos y mandar mensajes desde el tren. Qué pena, Dios mío. Como decía Belén, a pesar de los kilómetros cada vez siento que estáis más cerca, sea mirando al norte, al este o a mi alrededor. Otra crónica para la lista. Y que satisfacción poder narrar todo lo vivido...
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