Este año me he armado con la cámara de fotos para vivir de una manera distinta la Semana Santa. Por aquella necesidad de cambiar que supongo que tenemos los periodistas, acostumbrados a hacer cada día una cosa distinta e impredecible. Pero como estoy acostumbrado a ver la parte que no existe, la que nadie ha visto antes, ni siquiera yo mismo; pues me he puesto a hacer recuento de las fotos que no he hecho. Cosas de la vida.
No he fotografiado la interminable hilera de nazarenos negros de Los Estudiantes, que tuvieron estación de penitencia lluviosa por el interior del Rectorado de la Universidad. Ni el dulce blanco de La Bofetá bajando Cardenal Espínola.
Tampoco le tiré fotos a ese músico del oboe de uniforme cuya cabeza sobresale por encima de la multitud en una banda, esa de la que nunca debió irse, esa que le llama en el silencio a golpe de tambor y de trío de marcha de palio. A ese que se resiste a devolver la carpeta porque realmente nunca ha querido devolverla, porque aunque se fue de la banda, la banda no se fue de él.
Tampoco hice fotos de las jornadas maratonianas en la cripta para que los blancos más blancos del barrio sonaran a negro de Nueva Orleans y de Harlem. No se pueden hacer fotos a un Amazing Grace cantado a cinco voces de hombre, ensayada solo dos veces porque, a estas alturas, sabemos perfectamente que podemos confiar en los otros cuatro.
No pude hacerle fotos a la barbacoa en la que volaban los barriles de cerveza y en la que perdí la voz, porque me había dejado las ganas y la euforia vestido de blanco horas antes.
No hice fotos en la mañana de iglesias después de una noche de chat para ver si salian o no los albores de la Madrugá, ni a los paseos con una vecina por las calles de un centro empapado en el que se buscaba el cobijo de un café a la espera de que pasase el diluvio.
Tampoco tiré ninguna instantánea en las noches al amparo de la lámpara de un bar poco iluminado ante tres ofertas de cerveza y una de tinto. Allí donde las sonrisas son el mejor consuelo para un Martes Santo nefasto.
No hubo fotos en la noche estrellada del Sábado Santo, aquella en la que miramos a los cielos preguntándonos por qué. La noche de las confidencias, de las miradas y de las felicitaciones. Otra noche más de triunfo que sigue sabiéndonos a gloria.
Hubo fotos buenas, no lo niego, pero no las hice con la Nikon. Las hice con el objetivo de la pupila, con el obturador del párpado y el disparador de la emoción. Las mejores fotos son las que se escapan al aparato, porque son demasiado hermosas para quedar retratadas en una imagen congelada. Las mejores fotografías se graban en la celulosa de la memoria, y quedan para siempre, se pueden mirar en cualquier momento y nunca provocan una saturación de la tarjeta. Fotos de voces de ensueño, de cantos de sirena que llevan a los cielos, de rachear de pies que elevan el silencio a una simple molestia, de cornetas que claman a los vientos, de palabras sinceras, de ecos de recuerdos grabados a fuego en la intrahistoria. Las mejores fotos no se guardan en un álbum. Simplemente se viven.
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