Miguel Pérez Martín. Sevilla
"Ésta es la calle con la mejor acústica de Sevilla", dice mientras mira la longitud desde el Molviedro inabarcable de la calle Castelar. Habla el médico, el mismo que paraliza su actividad cada año al llegar el Domingo de Ramos, florido, vestido de Paz en el Parque, y llena las tardes de paseos por las calles del centro de Sevilla. Me habla de acústica musical y me recomienda ver a la hermandad de Montserrat en ese tramo justo con la marcha Margot, pieza de Joaquín Turina (ninguno de los músicos nacionalistas andaluces de principios del XX negó la música popular de su tierra, sino que contribuyó a su puesta en valor).
Con el traje de chaqueta impoluto y sin programa, es un cofrade informado: lleva el auricular de la radio, vulgo 'pinganillo', en su oreja derecha, y mientras me narra algunas de las curiosidades de esta semana cargada de historias, no deja de prestar atención a lo que los compañeros de Canal Sur susurran en su oído.
Hay luz de sol en el Arenal y en la calle se abarrota la gente, con ganas de procesión después de la deslucida intentona de Santa Genoveva y El Cautivo de San Pablo, que han terminado en su capilla y en El Salvador, respectivamente, tras las lluvias del mediodía. Parece que toda Sevilla esté ahora mismo en la calle Castelar, esperando la salida de Las Aguas de la Capilla del Dos de Mayo. Arfe es una vía lo menos pintoresca dentro de este barrio, desangrada en dos vertientes que llevan a las Atarazanas y el Arco del Postigo, y que desemboca en Adriano, donde el miércoles se abrirán las puertas toreras del Baratillo.
El paso del Cristo de las Aguas pasa impresionante ante nosotros. Estamos cobijados bajo un naranjo: el frescor de los azahares se derrama sobre nuestras cabezas y nos impregna la ropa. En el cáliz del ángel del paso se resume la paradoja de la ciudad: la Sevilla que vuelca en un copa de oro en forma de canasto la grandeza del sacrificio, que recoge el mensaje y lo transforma en arte.
Antes de que llegue el palio, el médico me explica el lenguaje de los naranjos: depende de cómo reaccionan al viento, podemos saber si lloverá o no. Sevilla está plagada de naranjos: son tan antiguos como su propia Historia. El médico explica que si sus ramas se cimbrean firmes de izquierda a derecha, todo va bien, pero que si el viento del río mueve como un péndulo las hojas, las hace botar de arriba a abajo, es que se acerca lluvia. Su hijo, que viene con nosotros y es algo más joven que yo, discute con su padre sobre la teoría de los naranjos. Ha heredado de él no sólo el nombre y la profesión, sino también la pasión por la Semana Santa, vista a través del oído: toca en un conjunto de capilla que salió ayer, y en su trayectoria pesan los 10 años en Cigarreras. Al final, recuerda las veces que su padre le advertía mirando el naranjo de delante de su casa si saldría o no con la banda, y le da la razón. No ha fallado ni una sola de las veces.
El médico nos conduce sin autoridad, pero sí con recomendaciones. Es mejor dejarse llevar, confiar en el que ha gastado decenas de zapatos con los adoquines que yo ni siquiera llegué a conocer. Nos dirigimos a la Plaza de la Magdalena para llegar hasta el Museo, de donde sale la última del día sobre las nueve de la noche. Nos cruzamos con nazarenos vestidos de distintos colores, algunos con la decepción pesando sobre sus capirotes que hoy no han recorrido las calles a la luz de los cirios.
"¿Sabes quién es Bobby Deglané?", me pregunta el médico señalando un rótulo de azulejo con ese nombre sobre una pequeña calle. Mi negativa le hace gracia, porque es un periodista, uno del gremio. Me cuenta orgulloso la proeza de Deglané, responsable de la llamada 'Operación Clavel'. El periodista impulsó desde Madrid una caravana de ayuda a los damnificados por las inundaciones de 1961 en Sevilla, llamando a los españoles a enviar todo tipo de útiles y víveres a los sevillanos que lo habían perdido todo con la subida del Tamarguillo. Mala suerte que el mismo día que la caravana llegaba a Sevilla, la avioneta que los acompañaba se enredara en unos cables de alta tensión precipitándose sobre el público que recibía las ayudas, causando más de 20 muertos en la actual Avenida de Kansas City. Desde ese momento, Deglané pasó a la Historia, pero también por el suceso, fue relegado al olvido (¿quién quiere recordar lo que acontece cuando hay muerte de por medio?).
Sorteando esquinas y bullas, llegamos a merendar a una casa de la Calle Monsalves. Frente a ella, el Palacio que da nombre a la calle, que será dentro de poco ampliación del cercano Museo de Bellas Artes, albergando las colecciones decimonónicas de pintura, principalmente la andaluza. La tarde cae, la compañía es agradable y el hijo comparte un merengue y torrijas conmigo mientras hablamos. A lo largo de la tarde me cuenta experiencias que me ponen los vellos de punta, me transmite tales emociones por cada recuerdo de sus semanas santas pasadas, que no puedo evitar contagiarme de cosas que ni siquiera he vivido.
La Virgen del Rocío y la Hermandad de la Vera Cruz, una de las más antiguas de la ciudad, son nuestra próxima parada. La bulla sevillana nos acapara y nos arrastra, y sólo el paso del palio de Las Tristezas hace callar a la turba en un silencio casi imposible en el que se oyen los golpes de la única bambalina del palio de cajón embestir suavemente los varales de plata. Siseos mandan callar a los más despistados, quizá turistas que aún no se enteran muy bien de qué va esto, ni se enterarán a menos que lleguen a comprender el binomio alegría-tristeza de esta ciudad que encuentra la luz en la tiniebla barroca de la cera morada y el terciopelo carmesí.
Las nubes flotan fantasmales en esta noche palestina, ocultando la luna llena que cuenta el Evangelio que había en la noche del Prendimiento en el Monte de los Olivos. El cielo se tiñe de rojo sangre sobre el Salvador para indicar que el presagio del naranjo está a punto de hacerse realidad. Las hermandades sufren con las primeras gotas de lluvia, y corren presurosas a resguardarse en la Catedral. La radio dice que El Rocío se adentra en la recta de Santiago hasta su templo lo más rápido que las espaldas de sus costaleros le permiten. El día está finalmente partido en dos, el agua resbala por las cornetas como el sudor de la banda, las flores de las Vírgenes beben las gotas que entran por sus capullos.
Nos marchamos un Lunes Santo de nubes que amenazan lluvia más que de chaparrones que hacen charcos entre los adoquines. "Aún recuerdo cuando nos colamos a protestar en el 75 en el Palacio Arzobispal y los grises nos esperaban fuera. Dieron las 10 de la noche y nos dimos cuenta de que nos íbamos a perder la final de la Copa de Europa, así que nos disfrazamos de curas con dos sotanas que encontramos en la segunda planta, y salimos por la puerta principal", cuenta entre risas el médico, y por lo que dicen sus ojos sabes que es verdad. El Palacio Arzobispal ha echado el cierre antes de medianoche, quizá desde aquel día del 75 lo haga cada noche por miedo a que se le cuele alguien y les diga algo que no quieren oír. La columnata de la Plaza del Triunfo queda a mi derecha y la recuerdo grabada en la bambalina trasera ligera del palio de la Virgen de Guadalupe a su paso por Arfe. Y pienso en que el viernes, pase lo que pase, tengo que ir a escuchar Margot mientras Montserrat pasa por Castelar.
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