Mi olor de marzo no llega. Ha llegado la temperatura, hoy hacía sol y el calor de los rayos podía apreciarse en los dos cortos tramos a pie en superficie que me permiten mis viajes en metro. Iba cada centímetro disfrutando del calor de estos 15 grados que parecen ser lo que aquí llaman "primavera".
Sin embargo, algo falla. Creo que ahora mismo, al llegar este calor que me temo que no es más que un espejismo, lo que más echo en falta es lo que entra por mi nariz como una sorpresa. La primavera que yo conozco desde que nací llega cuando, al ir al colegio o la facultad, el suelo lo alfombran los pétalos blancos de la flor del naranjo, o se siente en la brisa el perfume del azahar que expulsa su aroma al contacto con los primeros rayos de sol que surcan el aire tras el duro invierno.
Aquí, teniendo en cuenta que me paso la mayor parte del día en interiores, el sol es sólo una bella pintura que se pasea al otro lado de los cristales. Ninguna de mis ventanas está libre: todas tienen frente a ellas vigas de cemento transversales que me impiden ver una panorámica decente, aunque sea de las naves del polígono de Julián Camarillo. Y echo de menos los olores. Mi olor cotidiano es el del café de máquina, en sus diferentes vertientes (caramelo, con leche, solo), un olor que corresponde a este marzo estresante que va dando sus frutos, pero en el que me doy cuenta de que mi vida y mi casa es la Escuela, cada vez más. Cada vez entro más temprano y salgo más tarde, apurando hasta que cierran. Salimos y ya no tomamos cervezas, sino que corremos a casa a seguir haciendo los trabajos que nos han mandado; no salimos los viernes porque sólo queremos dormir, estamos agotados de toda la semana; y no hablamos de otras cosas que no son periodismo, ahora es nuestra vida.
El olor de marzo no es el del azahar porque, aquí por más que busco no hay naranjos. Es el olor de mis marzos, como era la infancia para Machado un "conjunto de recuerdos de un patio de Sevilla". El sol, el incienso, el azahar abierto, la nieve perfumada de mi tierra. La flor de los naranjos que sólo florecen allá donde está el calor, y cuyas naranjas me cuenta mi amigo escocés que se llevaron los habitantes de Aberdeen para hacer mermelada de naranjas amargas, una de las más codiciadas del mundo. Lo que nosotros creemos que no sirve para nada, que es algo obvio en el paisaje bucólico de una ciudad, es oro, objeto codiciado para aquellos que están lejos.
Sin embargo, algo falla. Creo que ahora mismo, al llegar este calor que me temo que no es más que un espejismo, lo que más echo en falta es lo que entra por mi nariz como una sorpresa. La primavera que yo conozco desde que nací llega cuando, al ir al colegio o la facultad, el suelo lo alfombran los pétalos blancos de la flor del naranjo, o se siente en la brisa el perfume del azahar que expulsa su aroma al contacto con los primeros rayos de sol que surcan el aire tras el duro invierno.
Aquí, teniendo en cuenta que me paso la mayor parte del día en interiores, el sol es sólo una bella pintura que se pasea al otro lado de los cristales. Ninguna de mis ventanas está libre: todas tienen frente a ellas vigas de cemento transversales que me impiden ver una panorámica decente, aunque sea de las naves del polígono de Julián Camarillo. Y echo de menos los olores. Mi olor cotidiano es el del café de máquina, en sus diferentes vertientes (caramelo, con leche, solo), un olor que corresponde a este marzo estresante que va dando sus frutos, pero en el que me doy cuenta de que mi vida y mi casa es la Escuela, cada vez más. Cada vez entro más temprano y salgo más tarde, apurando hasta que cierran. Salimos y ya no tomamos cervezas, sino que corremos a casa a seguir haciendo los trabajos que nos han mandado; no salimos los viernes porque sólo queremos dormir, estamos agotados de toda la semana; y no hablamos de otras cosas que no son periodismo, ahora es nuestra vida.
El olor de marzo no es el del azahar porque, aquí por más que busco no hay naranjos. Es el olor de mis marzos, como era la infancia para Machado un "conjunto de recuerdos de un patio de Sevilla". El sol, el incienso, el azahar abierto, la nieve perfumada de mi tierra. La flor de los naranjos que sólo florecen allá donde está el calor, y cuyas naranjas me cuenta mi amigo escocés que se llevaron los habitantes de Aberdeen para hacer mermelada de naranjas amargas, una de las más codiciadas del mundo. Lo que nosotros creemos que no sirve para nada, que es algo obvio en el paisaje bucólico de una ciudad, es oro, objeto codiciado para aquellos que están lejos.
2 comentarios:
A veces se me olvida venir a visitarte, y muchas otras me voy sin decirte nada, porque no queda mucho que añadir a algunas de tus entradas, pero siempre me voy con una sonrisa.
Y más cuando llevo dos días enamorada de la ciudad que se deja ver ahora, dorada, con los primeros rayos del sol de primavera. Sí Miguela, huele azahar que da gusto,pero estoy segura de que seguirá así en un par de semanas, y lo podrás disfrutar tú mismo.
Hasta entonces, cuídate mucho...
jajajaja Juan Camarillo...
tienes toda la razon Miguelito, esa primavera sevillana es inolvidable. Actually, Sevilla es de las pocas ciudades del mundo que alertan del cambio de las cuatro estaciones, no solo la primavera. La primavera del colegio en Sevilla la recuerdo saliendo con el chaqueton de casa y volviendo a las 3 sudando, con el abrigo colgao del codo...
un abrazo!!!
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