Dicen nuestra cultura popular y un par de canciones antiguas que la distancia es el olvido. Pero como he aprendido en este intenso año, muchas de las afirmaciones generales que se hacen a veces se ven superadas por la propia realidad. Nunca puede darse nada por hecho, porque te cierra muchas puertas.
Hoy os quiero contar una historia de distancia, la que va precisamente de Nervión a Aluche, del portal de enfrente de mi casa a un barrio obrero del oeste de Madrid. Mi tocayo, con el que comparto vistas, informático, desea que haya alguna manera de que las ventanas del Messenger y del chat permitan meter la mano a través de la pantalla y acariciar la mejilla de ella, que desde su ordenador, toca suavemente las teclas como si lo que le escribiese se lo susurrase al oído. En sus casas sólo el silencio y la tímida esperanza de que, si se mantienen callados al máximo, puedan escuchar la voz del otro.
Han soportado las embestidas de los años, las épocas de exámenes, los meses completos sin verse, conformándose con las conversaciones por teléfono. El pitido del móvil acelera el corazón, porque están enamorados de su voz, del aire que sale de su boca, de los suspiros cuando se recuerdan los 500 kilómetros de amor asfaltado de sur a norte y de norte a sur. Un rosario de momentos que construyen una relación de años que parece no tener fin.
No son como los demás. Quedan para hablar, para escribirse, para reencontrarse en el ciberespacio, en la calidez de un teléfono a trompicones, plantando cara a la falta de cobertura. Los minutos y las horas del día a día, la compenetración de sus encuentros hacen posible que no se cierre nunca la herida. Dicen que la distancia es el olvido, pero en este caso la distancia no es más que el recuerdo. La brecha que se abrió hace años con un cruce de miradas en un monasterio de Burgos sigue abierta, al rojo vivo, caliente por el recuerdo y la esperanza. En ningún momento se les va de la cabeza que a dos horas y media en tren hay una parte de su ser viviendo otra vida distinta, con paisajes diferentes y rutinas desiguales.
Los verás empañar los cristales de un autobús a golpe de suspiro, ansiando que concluyan las 7 horas que los separan. La Nacional IV es la vía dolorosa de sus inquietudes, y la Estación del Sur y Plaza de Armas, el escenario de sus emociones a flor de piel. Comedia y tragedia, como todo en esta vida, con la banda sonora de un tubo de escape rotundo y grave, que se lleva al amado a su tierra vacía. Una lágrima en el adiós, las caras se vuelven espejos reprimidos del alma, y un "hasta luego".
Esa misma noche los verás de nuevo, extasiados, nostálgicos. Él acariciará su mejilla a través de la pantalla, se enredará su pelo entre los dedos. Ella cerrará los ojos y escribirá acariciando el teclado, como si le susurrara al oído mientras puede sentir su olor y el calor de su piel. Los 500 kilómetros desparecen de nuevo, como si nunca hubiesen existido, y vuelta a empezar. Los enamorados no sienten la distancia, porque para ellos no importa ni el tiempo ni el espacio, y el olvido se transforma en recuerdo que vive siempre, siempre en el presente, como un día que nunca acaba. Amor de película, de ese que te devuelve la ilusión aunque las cosas vayan mal, de ese que demuestra que la utopía, de vez en cuando, se vuelve realidad.
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