Me despierto en una de esas mañanas en las que creo no haber sentido tanto frío en mi vida. El sol por fin acaricia las tejas de los edificios de San Bernardo. Los árboles de Carranza, esqueléticos, por fin perciben el calor del astro rey. Me asomo al balcón y un paisaje atípico me recibe: los jardines de la glorieta no son verdes, sino que la nieve los ha vestido de blanco. La calle reluce mojada por la nieve derretida y las capas de hielo sobre el asfalto, y percibo que es mágico. Nunca en Sevilla habría podido ver esto.
Llevo el libro de Terry Pratchett en las manos, porque hoy no pienso ponerme el mp4, quiero leer. Las casualidades hacen que mi afán lector no llegue muy lejos. Después de días sin encontrarme a nadie en este laberinto caprichoso que es el metro, de días de aburridos túneles sin tener nadie con quien hablar, hoy que llevo el libro abierto entre las manos, mi compañero de Móstoles aparece caminando, con su cara de sueño, desde el fondo del andén de Alonso Martínez, hoy más concurrido que de costumbre. Evidentemente, cierro el libro. El viaje transcurre entretenido, aunque aún luchan mis ojos por cerrarse.
Las paradas transcurren, infinitas, parece que me salgo de Madrid. La línea verde no termina nunca. Como en un turbado sueño, me bajo junto a mi colega en la estación de Suanzes, y allí nos encontramos en un pasillo en emboscada a la madrileña que ejerce de Relaciones Públicas, el mallorquín y la gaditana. El mundo es un pañuelo, y el metro de Madrid, más. Salimos de la boca de metro y nos encontramos unos jardines profusamente nevados, cubiertos de blanco, esculpidos. Una primera bola de nieve vuela hasta la espalda de María, y como en una escena impensable, nos lanzamos a la guerra de bolas mientras bajamos la cuesta de este atajo que hemos descubierto para llegar hasta El País.
El día transcurre entre clase y clase, entretenido, sin parar de conocer profesores nuevos a los que voy fichando. Poquito a poco pero con los ojos y los oídos bien abiertos a todo lo que quieran contarme y mostrarme. Me acuerdo mucho de Emilio, de Gloria, de Flora... ¡cuánto disfrutarían aquí! Por la tarde toca una de mis clases favoritas (quién me lo iba a decir...), el taller de Radio. Me lo da Carlos, un profesor al que admito que no conocía, un hombre que vive la radio al máximo: perdió la vista en un accidente y ahora es el oído lo único que puede unirle a la información, al hermoso don de mimar el oído a través de un transistor, de llenar el aire de calidez. Hago mi prueba de locución y estoy que me ahogo, y como llevo temiendo desde hace tiempo, le hago LA pregunta: ¿es mi acento de Andalucía algo que debo ocultar, entorpece la comunicación?. Me dice que es un problema que debo solucionar yo, que es una decisión dura que debo tomar después de meditarlo largo y tendido.
Me explica que mi acento es algo que me distingue, que puedo ocultarlo cuando esté en antena. Sin embargo, me temo que eso me parece traicionarme a mí mismo. Me cuenta que el acento es algo que me identifica con mi clan. En este momento espero que lo arregle, porque ha sonado un tanto raro y despectivo. Me explica que el acento es una manera de acercarme a los andaluces, a los que hablan como yo, que es un lazo fuerte. Que hay gitanos rubios y con los ojos tan celestes que parecen arios, pero que en cuanto abren la boca su clan los identifica y los arropa. Eso es lo que me pasaba en Canal Sur, allí no había nada que ocultar. Me dice que es el momento de decidir si quiero ser un Iñaki Gabilondo o un Carlos Herrera. Me temo que tarde o temprano renunciaré al acento de mis ancestros, aunque me consta que otros no lo hacen. Adoro las aspiraciones de la 's', los finales de palabra mudos, los participios evitando la 'd' y nuestro léxico propio. Como dice Carlos, cuando vuelva, me mirarán raro y me dirán que me he vendido, y yo tendré que contestarles que ahora hablo "raro" porque necesito comer, y para ello necesito hablar en un español estándar, de ese que estudiábamos en Lengua en la facultad y que decíamos que nunca usaríamos.
Me siento traidor, pero aunque sé que es imposible, intentaré mantener ese gueto con mis compañeros del Sur, dejarnos llevar por los dejes, las expresiones andaluzas, los términos cariñosos gaditanos y sevillanos, los acentos propios de la tierra en definitiva. Iré perdiendo el habla, el contacto con el dialecto, y llegará un día que como la Parrado, lea un texto y nadie note que soy de más al sur de Alcorcón. Confío en que cuando vuelva, en esas escapaditas por goteo una vez al mes, me recordéis cómo hablaba, y sobre todo, como prefería el "cabesa" antes que el "tío" o el "chaval".
5 comentarios:
te kié i ya
tu no te preocupes q un dia de vuelta a casa y se recupera pronto, te lo digo yoo!!jejeje
Tu no te preocupes cabeza!! que cuando pases despeñaperros lo recuperas jajaja
¿traidor?"te via desi una cosita"...eso no es ser traidor es como bien dices tú querer comer, pero no te preocupes que el mínimo contacto con el sur (NOSOTROS) te hará recuperar el encanto de nuestra lengua!!!!
Hola desde Sevilla
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