Entraba una tarde de febrero a ver al Señor de Granada. Como aquel Cristo de San Agustín que en esta ciudad, como en Sevilla, también salvó a la ciudad de la pandemia, aquí hay devociones que parecen dormidas y cosidas a la túnica de penitencia de la ciudad. Richar me contaba minutos antes, bajo el sol de una primavera que quería llegar antes de tiempo, cómo veía desde su balcón los ensayos del Señor del Rescate desde pequeño y siempre había soñado con portar su parihuela.
Al entrar en la iglesia, Parroquia de la Magdalena -que en mi Sevilla es hogar de negro ruán de Calvario y de Quinta Angustia que juega en la noche cerrada a mantener el equilibrio sobre el fino cordel de la muerte-, todo se mantiene sereno, mientras una decena de parroquianos asiste a misa. Nos ponemos discretamente delante de esa capilla lateral donde está este señor cautivo -que tiene su espejo en otro Lunes Santo desde el Tiro de Línea-, y entonces me pregunto si no se me estará yendo la cabeza con tanto viaje. Si todo esto realmente tiene un sentido o me mueve solo una adrenalina que antes desconocía, si esto es más que esfuerzo y testosterona, si ser costalero en una ciudad que no es la tuya con una cofradía de la que no sabías nada hasta hace dos años tiene sentido realmente.
Y entonces suena la palabra, pero no como la procesión que siempre va por dentro, sino a viva voz, desde el ambón. Y uno de los fieles lee mientras estamos en la capilla el libro de Jonás, que narra la amenaza de destrucción de la ciudad de Nínive:
"Y los hombres de Nínive creyeron a Dios, y pregonaron ayuno, y vistiéronse de sacos desde el mayor de ellos hasta el menor de ellos. Y llegó el negocio hasta el rey de Nínive, y levantóse de su silla, y echó de sí su vestido, y cubrióse de saco, y se sentó sobre ceniza".Creo que Richar ni siquiera se dio cuenta. No podía apartar los ojos de aquel que ha configurado su manera de entender la fe desde la infancia, desde la mirada furtiva de una parihuela que vaga fantasmal por las calles, antes de ir a dormir, para luego soñar con costales y olor de incienso en un futuro no muy lejano.
Y entonces el saco cobra vida propia, y me pregunto si aquel profeta no hablaba en su día de esta manera tan andaluza de vivir la Pasión. Y veo en aquella Nínive el derroche de nuestras ciudades turísticas, embebidas y enamoradas de sí mismas, de sus calles estrechas y sus excesos barrocos. Y veo que aquello de vestir de saco la cabeza no es otra cosa que una llamada de expiación, una forma de despojarse de todo lo que el resto del año creemos imprescindible y transformarnos en algo más sencillo, más austero.
Vestirse de saco para ganar la gloria, una gloria rendida al sudor y a la sangre batiente que soporta el dolor. Un dolor que aquí se disfraza de altar de plata, de terciopelo bordado. Y entonces recuerdo por qué Granada, y por qué Merced, y al final es que la penitencia solo tiene sentido en familia. Por eso la fe te pide que te vistas de saco y que te apoyes en tus hermanos, que el peso de esta vida a veces difícil se lleva mejor cuando se comparten las trabajaderas del día a día con una cuadrilla que carga al cuello su propia vida y también la tuya.
Y como aquellos habitantes de Nínive llamados a arrepentirse ante la destrucción de la ciudad, creo que allí abajo, donde se duermen los brazos y raspa el cuello la arpillera, uno se redime a través del esfuerzo de muchas cosas, aunque solo pasen por el subconsciente y no sepamos que están en nuestra cabeza. Y cuando suena el martillo, es como esa llamada del profeta, que nos llama a sentarnos sobre la ceniza de todo lo que no nos gusta de nosotros y que dejamos en el adoquinado con cada racheo. Y nos vestimos de saco, y nos cubrimos la cabeza y preguntamos al de al lado cómo va, aunque sea la pregunta más sencilla de este mundo. Y en esa pregunta está plasmada una de las grandes verdades de todo esto que para muchos es solo postureo y apariencia: que esto es una penitencia en hermandad y que la cruz que nos pidieron llevar solo ha cambiado de posición, y aquí va en horizontal y sobre el cuello.
Y cuando todo acaba, cuando se da el último golpe de martillo y los zancos se apoyan en el hormigón de nuevo, parece que todo lo vivido haya sido solo un espejismo. Como Granada misma. La noche cerrada que cobija el viacrucis tenebroso del Albaicín, la piedad que busca el Arco del Vino y se derrumba ante tus ojos mientras los que van debajo aprietan los dientes, el tambor de muerte que rompe la tiniebla de la Plaza Nueva en una madrugada de abril, la lucha contra la gravedad de la gloria barroca del Cristo de los Favores por el Campo del Príncipe, el más difícil todavía del palio de la Victoria entrando en Santo Domingo... Cuando pasa, no sabes si ha existido realmente o si ha sido solo un juego de la ciudad.
Pero llega de nuevo el invierno, y vuelve a sonar la voz de Jonás en forma de quejío desde el Sacromonte. "Vestíos de saco, sentaos sobre las cenizas de lo que os atormenta, cargaos con el peso de las devociones de la ciudad y llevadlas a las calles". Y entonces solo queda acatar y cargar, con el peso de lo nuestro y de lo de los demás, como un bloque que lleva a remo el buque a un puerto que aquí es de piedra blanca y al que se entra por el embarcadero de Pasiegas. Y se te olvidan las dudas sobre si tiene sentido hacer 1.000 kilómetros en autobús en un día, y se te olvida el lado amargo de la vida, que a veces hace por enturbiarlo todo. Porque allí abajo todo es posible, y da igual de dónde vengas o lo que seas. Con el costal puesto eres solo tú y lo que te mueve, el esfuerzo y el sudor, la respiración entrecortada y los músculos en tensión. Tras el telón de este teatro de terciopelo no hay etiquetas ni protagonistas. Todos somos iguales, y todos somos uno, el pie que mueve la fe según mi tierra, el caminante anónimo que hace latir de nuevo la devoción de la ciudad.