lunes, 1 de septiembre de 2014

De Sarria a la Gloria



Ya lo decía Antonio Machado... Que no había camino, que solo andando se construye, y que poco a poco se va levantando el sendero desdibujado por la maleza.

Acabo de volver de una peregrinación que es mucho más que un festín de kilómetros y ampollas. Acabo de venir de un festín de la vida. En el camino se cruza todo lo que pueda existir sobre la tierra: el dolor y la alegría, el sufrimiento y el triunfo, lo pasado y lo presente, el corazón y la carne, el cielo y la tierra. Como en un espejo se replican ambas caras de la moneda que son tan complementarias como antagónicas. El camino de la Vida.

Desde Sarria a Santiago íbamos andando, sin esos alardes andaluces de tintes neobarrocos que nos gustan en carretas de plata, bordados exuberantes y escalas andaluzas de salves que cantan a una ermita blanca que flota en la marisma. El camino de la sencillez, el camino que abre todas las puertas posibles, hasta las que creías cerradas.

El camino encierra en sí mismo la paradoja de una vida completa: en el camino está la vida de la vegetación exuberante que provoca un matrix letal para esquivar la rama que viene cargada de espinos hacia la cara y la muerte de flores marchitas dejadas por peregrinos de otras tierras que rinden tributo a aquellos que subieron a los cielos en los senderos.

En el camino está la paz del río helado que convierte la tarde calurosa de agosto en una fiesta de agua y piedras que juegan a masajear las durezas mientras las esquivas, y el tormento de la lluvia que no cesa y que moja el pelo, la lluvia que cae por el rostro recordándonos que ese agua es la misma que moja a los demás peregrinos y, al mismo tiempo, es siempre distinta. El camino es la noche cerrada que nos vuelve frágiles ante la oscuridad, temerosos y desprotegidos; y es también el amanecer hermoso que juega a escaparse sobre los maizales.

Pero el camino es, sobre todo, la fiesta de lo natural tornado extraordinario. El camino hasta la fachada barroca del Obradoiro está señalado con un reguero de flechas y conchas. Flechas amarillas, de luz en el sendero oscuro de la vida que solo podemos elegir nosotros seguir. Conchas para un nuevo bautizo entre manantiales gallegos, un nuevo bautizo para darnos un nuevo comienzo que siempre arranca con un despertar antes de amanecer, cuando la noche es más oscura.

El camino es la risa que no acaba en el camino de tierra y que, como a Boski, siempre nos pilla con la boca llena, el slalom en serie de Andriu que nos devuelve a una infancia feliz en las cuestas abajo, el sonido del bastón de Espe trazando un martilleo que nos recuerda que a veces necesitamos ayuda para seguir y que no podemos vivir solos y a espaldas del que camina a nuestro lado. El camino es la cara de ojos entrecerrados del que se despierta a tu lado sobre una colchoneta tan raída como la tuya sobre el suelo -y la cucaracha que viene a darte los buenos días-, es el jadeo del que saca fuerzas de las fuerzas para afrontar la siguiente cuesta, es el racheo del pie que cojea y la voz amiga que pregunta una y otra vez cómo vas. El camino nos absorbe tanto y nos conquista de tal forma que algunos, como Pini, no quieren que acabe y siguen andando tres kilómetros más. El camino es cantarle a Marta el 'Bolero' de Ravel mientras caminas, dar la mano al que se queda atrás para que no se rinda, echar una minisiesta con pose de dignidad después de la etapa o cuando el grupo acaba y un sofá viejo nos parece un tesoro incalculable. El camino es masajes con cremas cuando las luces del albergue se apagan, conversaciones de cama a cama cuando Ana está nerviosa, estiramientos en grupo en las calles de Portomarín y cartas en la madrugada de Madrid para no caer rendidos.

El camino son las botas que nos destrozan los pies pero que son imprescindibles para seguir adelante, como todos esos baches y momentos que duelen, pero que nos hacen más fuertes. El camino es un Ribeiro, sea sumergido en las frías aguas del río o en un cuenco mientras el pulpo se enfría en la tabla de Melide. El camino es un Cristo que tiende la mano desde el madero al peregrino, un crucero que recorta las siluetas de pueblos fantasmales de piedra y una cruz de olivo colgada al pecho y traída desde el lugar donde el Dios hecho hombre nos dio la vida eterna. Es un hombre en silla de ruedas dando ejemplo en las cuestas que ascienden a Arzua y el italiano que comparte su pesto con el que está en la mesa de al lado. Es ducharte en calzoncillos para aprovechar y hacer la colada de golpe, seis horas de autobús que se pasan en un suspiro entre confidencias, es dormir poco y andar mucho, el yogur sin lactosa que siempre llega y los ronquidos que hacen temblar las paredes del polideportivo.

El camino es un coro en el que lo de menos es la procedencia: cantar unidos, unificar versiones y arrancarse a cappella, emocionarse al escuchar la voz desnuda retumbar en la nave de la parroquia de Palas de Rei. Y también es la Esperanza de Triana subiendo una cuesta toalla verde en la cabeza a los sones de la marcha de su coronación. Es cerveza fría de botellín y partidas de cartas. El camino es gloria bendita vestida del Decathlon, son mojones de carretera que señalan cada mil metros y parajes nunca soñados que nos muestran la grandeza de la creación.

Santiago es solo el principio, y el Apóstol solo el guía que nos muestra que el camino no termina. Solo acaba de empezar. Tras los reencuentros, el cariño y el dolor, volvemos con los ojos de un color verde esperanza, el alma llena de luz y las piernas fortalecidas para afrontar las cuestas más empinadas que nos tenga preparadas la vida. Volvemos agradecidos, porque en el camino no se puede ser otra cosa que uno mismo, porque los kilómetros son los mismos para todos. No hay ni escalafones, ni diferencias, ni adornos ni máscaras. Solo la verdad de la tierra que pide ser recorrida no para encontrar las torres de la catedral, sino para verse a uno mismo en su fragilidad, y escucharse a sí mismo en la respiración entrecortada del que camina a tu lado. El camino es la vida en su forma más sencilla, como un día fue creada, y por eso no podemos engañarle. Ser peregrino es rendirse a una gloria que empieza con el primer paso y que no acaba nunca, volver a la esencia de sudor y de la ausencia de distracciones, para recordarnos que somos hijos de la tierra que pisamos y del cielo que nos cobija.

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