Disculpen mi ausencia por estos lares. Llevo unos meses intentando demostrarme a mi mismo que aquel regreso, aquel paso que dí en septiembre, no había sido un fracaso sino una inversión.
He regresado y es para hablar de una resurrección. No solo la de estas páginas virtuales, sino también la de una pasión, la mía por la Semana Grande de mi ciudad. Quizá haya sido la lluvia, quizá la apatía por un tiempo que nos hacía crear una y otra vez noticias de salidas de procesiones frustradas, quizá que necesitaba renovarme a mí mismo y ver la Semana Santa con una óptica diferente. Y por eso me monté en el coche de los Martínez Avecilla la tarde del Viernes Santo recién comenzados los Oficios: porque necesitaba saber que todo aquello podía volver, que podía sanarme de la indiferencia hacia algo que siempre me había hecho latir el corazón como un tambor.
Sevilla había amanecido lluviosa y me había dejado el mal sabor de boca de ver el ascua de luz macareno apagado bajo la lluvia, metiéndose a golpe de tambor por la puerta del templo que guarda la esencia de la belleza más luminosa de la ciudad, la Colegiata del Salvador. Tras una madrugá de vivencias hermosas, tradición que inauguramos el año pasado -da vértigo pensar todo lo que hemos vivido desde aquella noche de emociones de 2012-, me fui a la ciudad en la que últimamente vive mi paz, esa que a veces cuesta encontrar en Sevilla con tanto que hacer y tan pocas horas para dormir.
Y me instalé en la cama plegable, esa a la que me gusta volver porque significa que el trabajo me ha dado un respiro, o que yo mismo he dicho Basta a la rutina y he buscado un espacio y un tiempo para mí. Solo dos días y medio para curar el alma, para curar esa desgana hacia las canastillas doradas en el sueño barroco de una sevillanía que se resigna a desaparecer. Y conocí aquella tarde de Viernes Santo, de la mano de una familia que se ha portado como la mía propia, un nuevo punto de vista. Que ya me retó Marina Heredia hace unos meses: que decía que los sevillanos no salimos de las murallas hispalenses para conocer nada que no sea lo nuestro. Y acepté el reto.
Y me encontré de la mano de Quique y Jesús, en los palcos de Pasiegas, ante la entrada de la imponente catedral, ese recinto que por dentro me recuerda tanto al Salvador. Y vi pasar una a una cofradías modestas, sin cortejos milenarios en cuanto a nazarenos, cofradías que entraban con palabras evangelizadoras del arzobispo, que a veces en Sevilla se nos olvidan los motivos de convertir la ciudad en un Evangelio barroco de derroche y perfección.
Y allí me vi, emocionándome cuando el Cristo de los Favores se paraba en el centro de la plaza, recordándome tanto a aquella Hermandad de San Bernardo que la lluvia no había dejado salir a pasear por el barrio de los toreros. Y sentí aquella necesidad de perseguirlo, de no dejar de mirarlo, de acompañarlo junto a estos dos costaleros que llevan en sus espaldas la pasión de un pueblo entero.Y llegué al Realejo como el que acaba de subir la Cuesta del Rosario, esa cuesta que en Sevilla lo es y en Granada es una calle llana.Y sentí que en cada paso del crucificado por el Campo del Príncipe estaba la fuerza de todo lo que esto representa: la superación, el dolor que es ofrecido como precioso exvoto a los cielos, el sacrificio por un bien mayor, ser capaces llevando una carga de kilos en la espalda de hacer que se salten las lágrimas en un barrio castigado por sus pequeños dramas... Y en aquella cuesta estaban recogidos todos esos favores de la Humanidad, esa necesidad que tenemos de que intercedan por nosotros para lograr que nuestra vida sea menos sufriente. Y a mí se me olvidó pedir el mío, o esos tres de los que al final se cumplirá uno.
Al día siguiente creía que lo había visto todo, que ya había aprendido lo suficiente, y entonces Quique y Jesús se enfundaron el costal. Esa corona de espinas, de espinas de arrayán del Generalife para sacar por Granada a la Sultana, esa piedad antigua que desafía a los arquitectos de la historia al ganarle la partida a los arcos nazaríes de la Alhambra.Y entonces entendí que hay otra Semana Santa, y que vive en esos pies que asoman por debajo de los faldones. Y vi una procesión en familia que es una de las imágenes más angustiantes que he retengo en la memoria: tres cuadrillas de valientes subiendo las cuestas imposibles del Realejo en una batalla contra sus propios cuerpos, tres cuadrillas que desafían al espacio angosto del que vistieron los árabes la colina roja. Y entonces sentí que aquello era también mi estación de penitencia, la del silencio solitario viendo cómo sufren aquellos chavales que van debajo de un paso que se mueve como un reo que desafía a su prisión, como un ave malherida que se arrastra intentando vencer a la muerte. Y en aquella proeza que llegué a calificar de "salvajada inhumana" vi que todo cobraba sentido.
Y que la Semana Santa es esa preocupación por tus hermanos que te lleva al borde de las lágrimas, es ese esfuerzo inhumano, es el suspiro y el silencio en medio de la muchedumbre y de los turistas. La Semana Santa es ese costalero que le busca un bocadillo al hambriento aunque no le corresponda ni lleve el escudo de la hermandad en la chaqueta y no sepa ni siquiera su nombre, la Semana Santa es esa madre que sube la Alhambra aunque le falta el aire porque sabe que es el día grande de sus niños en lo alto de la colina, la Semana Santa es esa noche en la que se cumple aquello de "amar al prójimo como a ti mismo", con todas sus consecuencias, como si te fuera la vida en ello.
Y vuelvo a Sevilla descansado, con la resurrección de mi Pasión, esa que había perdido por el camino al olvidar lo que significa todo esto. Que esta semana es grande por todo eso, por poder compartir con alguien un camino, sea el que sea, sin importar si la talla que acompañas es buena o mala, si anda mejor o peor. Eso es, hermanos, lo de menos. Nos dijeron los cielos que Jesús lo hacía "todo nuevo", y yo este año necesitaba que lo hiciera una vez más, que obrara el milagro. Y por eso me mandó a dos ángeles custodios que me llevaron en volandas hasta San Cecilio, y luego hasta los aledaños del Palacio de Carlos V, para recordarme que no hay cruz más viva que la que se ve en las obras y no colgando del cuello.
Dejo en Granada una medalla. No por desprecio, sino para que mis 26 años continúen en las manos de otros, de aquellos que sabrán llenarla de historias nuevas, de nuevos triunfos y fracasos que la harán cada día más necesaria.Yo a cambio, le pido al Cristo de los Favores un solo deseo, que yo no necesito tres con la suerte que he tenido: No dejes que se me escapen esos ángeles custodios, los que van costal en mano por las calles del Realejo, o los que van de mantilla por el Domingo de Ramos, o esos que consiguen lograr con su música que este mundo parezca más humano. No dejes que aleje a los ángeles custodios que hacen que todo esto tenga sentido, y no dudes en recordarme lo que esta semana significa cuando vuelva a olvidárseme. Llevo grabada tu cuesta tortuosa en la retina, y a tus guías por la ciudad en el corazón.
1 comentario:
Solo un palabra......Gracias!
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