Fueron apenas unos minutos. Quizá ni siquiera llegaran a ser cinco, un simple acercamiento, bajo la concha de mármol rosado de la parte posterior del camarín, esa que se repite en la capilla trasera de San Lorenzo, como un palio árabe y marino. Subiendo las escaleras más por obligación que por deseo, cada peldaño me conducía a una estampa que mi mente había borrado para atesorar otros momentos, quizás menos importantes.
Como un forastero en algo que es tan mío como de cualquier otro sevillano -sevillano universal, de esos que sienten Sevilla sin importar cuál ser el lugar de nacimiento que aparezca en su DNI-, me dispuse sobre la pared marmórea del camarín y observé. Y me pregunté por qué esas caras, por qué ese fuego en los ojos de aquellos que me acompañaban, por qué lo que para mí siempre había sido un tema secundario era para otros una Meca, un lugar al que acudir llueva o truene en la plaza de San Lorenzo.
Y me vi a mí mismo pensando qué significaba aquella escultura de madera, aquel retrato de Dios venerado por los siglos de los siglos. Y me vi de pequeño, subiendo al camarín más con miedo que con devoción, porque aquel hombre de madera con la cara oscura y una corona de espinas excesiva me daba más que respeto. Y me vi en los besamanos previos a la Semana Santa, con mi padre cogiéndome en brazos para alcanzar a aquellas manos torturadas por el tiempo y el humo de las velas.
Y sentí que algo me había perdido en todos estos años en los que no he visitado San Lorenzo -años en los que veía a mi familia sentir verdadera devoción mientras yo hacía caso omiso, y me iba separando poco a poco de aquella pasión familiar-, y me pregunté si sería capaz de sentir lo que sentía aquel Quique que me había puesto como única necesidad de venir a Sevilla "ir a ver al Señor". Y entonces hice una foto, y se la envié a mi padre, ese que sé que siempre ha tenido una espinita clavada por el hecho de que no me pase por la basílica. No para resarcirme con él, que ya me ha aguantado bastante con mis idas y venidas en San Lorenzo, sino porque quería mandársela. Y la respuesta de mi padre fue sencilla: "Él no te lo tiene en cuenta. Ha escogido un buen amigo para que regreses a él".Y se me escapó una lagrimilla irremediablemente, y miré la espalda de aquel hombre de madera que tenía ante mí. Y luego a Quique, y me dije a mí mismo que a veces la respuesta para un problema está en la persona que menos lo esperas, y que hace unos meses no habría ni tan siquiera adivinado que volvería por él a pisar el suelo de la basílica.
¿Quién sabe lo que ha de venir y para qué se cruzan las personas en tu camino? Creo que acabo de cerrar una de las cuestiones abiertas desde hace años, que la herida se cerró cuando Quique fue la excusa perfecta para volver a ver a Dios cara a cara. Y creo que sentí cierta envidia de aquella mirada fija, de aquel rostro que cambió completamente cuando miró al Gran Poder desde el lateral del camarín. Sentí envidia y me pregunté por qué yo no iba a verlo con lo cerca que lo tenía, cuando había gente que viajaba desde Granada un par de días con el objetivo de tenerlo más cerca solo unos minutos. Y volví a emocionarme, algo que en esta basílica nunca me había sucedido, para bien o para mal. Volví por obligación, pero creo que porque los hilos de ese plan que tienes para mí me llevaron aquella tarde de sábado hasta tu pequeña habitación al final de la escalera. Y me pediste, a través de los ojos de Quique y Jesús que me reconciliara, que volviera, que me echabas de menos, y que, como me dijo mi padre, lo pasado no me lo tenías en cuenta.
1 comentario:
Genial, me has emocionado, expresas los sentimientos con sencillez y claridad, y llega al alma. Espero que vuelvas pronto. Felicidades y gracias
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