"Para que mi amor no sea un sentimiento, tan solo un deslumbramiento pasajero", para eso, hay que ir al Espino una última vez con el corazón preparado para querer y dejarse herir a quemarropa. Como dice esa 'Getsemaní' que en las voces de Marta y Mari Ro suena a canto de ángeles, este año me marché a Santa Gadea del Cid dispuesto a sorprenderme, con el sabor a nostalgia en los labios pero para que lo que viviera entre aquellos muros no fuera un deslumbramiento pasajero.
En la previa en PS, en el cursillo intensivo de acompañantes de Madrid, ya me di cuenta de que da igual los años que pasen porque seguimos siendo instrumentos imperfectos. Llegaba el decano de los acompañantes repleto de dudas, con sus 25 años a las espaldas y seis espinos de idas y venidas, y tomaba apuntes como si no hubiera un mañana intentando comprender el cielo y el infierno, las complejidades del perdón de los pecados, la abstracción del Espíritu Santo... Y allí estaba el equipo de mis noches repasando para el día siguiente, el de las buenas noches antes de acostarme, el equipo de acompañantes que compartiría los temores del decano día a día, el que compartiría las ojeras y las prisas, los nulos tiempos libres y las largas horas de repaso.
El decano llegó desprotegido, quizá demasiado. Se dejó la coraza en Madrid y se armó con un bolígrafo y un cuaderno ante una semana extrema. También quizá por eso a veces estaba a la defensiva y lo pagaba con los que consideraba adversarios conocidos, injustamente. Porque este corazón que "es inquieto y es frágil" no está preparado para decir adiós aunque tenga que hacerlo. Y le duele decir adiós a un pasado que le ha dado tanto, sin pedir nada a cambio, solo con los brazos abiertos para cambiarle la vida.
Y Dios mío, qué momentos le has dado al decano como regalo de despedida. Has llenado mi mochila de dulces recuerdos, de carcajadas y de lágrimas, de charlas en el camino y de canciones. Y esas son las cosas que hacen la vida, no los estreses del trabajo. Y me llevo a mis compañeros de cuarto, por esas guardias de acompañantes y custodia de llaves que nunca cerraban puertas. Y este espino tiene muchos nombres, pero para mi se llama Quique. Porque el decano se dejó llevar y permitió que entrara en su corazón un chaval de 21 años que ha convertido en necesidad. Y se sorprendió de que lo que comenzó en una Madrugá sevillana se transformó en compartir (¿qué es vivir sino compartir?) cada momento, cada segundo. Y por eso te llevo donde más fuerte siento el discurrir de mi sangre, en la muñeca derecha, en forma de pulsera que simboliza que en una semana puede estar condensada una vida entera. Y en ese cordón sencillo, desnudo, están los dos nudos: el del descubrimiento de aquella madrugá y el de la confirmación de esta semana. Y cada vez que miro esa pulsera se me vienen a la cabeza las duchas escuchando comparsas de Cádiz, las 'buenas noches' antes de caer rendidos por el abatimiento, los desayunos de pie en el último momento a base de barritas de muesli, esa charla que no pudo llegar hasta el sábado y ese abrazo que me hizo romper a llorar antes de partir, como un niño una vez más. Porque hay veces que un chico de 21 años puede devolverte la ilusión y la sonrisa después de meses de convertirte en alguien insensible y frío, y porque Quique, eres un diamante en bruto con tantas bondades en cada una de tus aristas, que el decano ha tenido que rechazar todo para deducir que aquí no venía a enseñar, sino a aprender, sobre todo de ti.
Y de ese mismo cuarto me llevo la sonrisa más sincera, la del pequeño de los Quesada. La única caja de dientes capaz de iluminar una habitación sin decir una palabra, y la única que encuentra las palabras perfectas para culminar un abrazo. Y que te hace sentirte reconfortado, porque sabes que lo que sale de su boca es imposible decirlo de otra manera. Son las palabras perfectas para el momento perfecto, y salen del corazón. Y que por muy periodista que seas, y mucho léxico que uses, aquí eso no vale. Y te quedas sin palabras, y solo te queda sentir el abrazo en silencio y esbozar un gracias casi susurrando porque te da miedo estropear el momento. Y el decano tiene que recordar en ese momento a su hermana mayor, y admite que cuando vió a Emi pasar por el cobertizo, diez años después, supo que ya podía cerrar el círculo. Que ya podía retirarse tranquilo, y dejar paso a su hermano, ese que ya comenzó a volar solo hace tiempo. Ay Emi, qué herencia tan hermosa hemos dejado los Quesada y los Pérez para el futuro de los espinos. Qué relevo tan perfecto. El decano deja paso a su hermano y se reconcilia al mismo tiempo con sus niños, aquellos a los que iba a coordinar hace ahora casi tres años, pero que su partida a Madrid no le permitió casi ni conocerlos.
Y tengo que hablar de mis niños, que ni son míos ni son niños. Ese Lucho que se ha superado a sí mismo una vez más, por encima de todas las dificultades, porque es valiente y es valioso, como un torrente de agua clara y fresca. Esa Mari Ro que ya no es la niña que dejé hace cinco años en aquel grupo Varsovia, y que me da igual que no hable mucho, porque en una frase suya hay más luz que en cientos de libros y porque sus ojos dicen lo que las palabras casi no aciertan ni a adivinar (y qué herencia deja ella también, dos hermanos entusiastas que son dos joyas). Esa Marta: todo genio, como un volcán que siempre está a punto de explotar cargado de madurez y encanto, la vecina que siempre está cerca aunque viva a 500 kilómetros, porque las amistades no entienden de muros ni portales. Y tengo que hablar de Jose, porque siempre hay que hablar de él, y el decano se postra ante su paciencia. Y porque es él y no otro, quizá por eso ha habido más discusiones que abrazos (hasta que la música lo arreglaba todo, como un viento redentor cargado de paz). Pero no te engañes: que sigues siendo la luz del mundo. Y el camino es más fácil si está tu candil para enseñarme dónde están las trampas y dónde los oasis para descansar y tomar aliento. Porque eres más luz de lo que piensas, y porque eres desprendido hasta tu propio perjuicio. Y das pero siempre tomas mucho menos de lo que dejaste. Y porque eres generoso, y porque das luz, los abrazos contigo son más largos y las despedidas más amargas.
Y aunque podría nombrar uno a uno a cada uno de los que han hecho de este espino una valiosa experiencia (Rafa, Jorge, Víctor, Tomás, Javi, Tere, Marta Cuesta, Cris, Manuela, Íñigo, Lora, Jesús, Robina, Pablo...), hay dos nombres especiales: Ana y Miguel. La primera, el redescubrimiento, la claridad en la tormenta. El decano se ha aferrado a tus sonrisas y no piensa soltarse, se ha dejado contagiar por tus locuras y ha decidido retomar el rumbo. En ti me he apoyado para vencer al cansancio y a las dudas. Y el segundo, la reconciliación. Porque has sido el faro y el timón, mi redentorista, el que me daba los abrazos cuando lo necesitaba y me dejaba avanzar aunque me empeñara en poner "No hay pan pa tanto chorizo" en la Sábana Santa. Me dijiste que ves en mi mucho de tí, muchas cosas que te recuerdan a ti mismo: creo que también veo en ti mucho de lo que quiero ser y un modelo en el que mirarme.
Este es un resumen que es solo un grano de arena en la playa de este espino. Se me olvidan muchos nombres, momentos, gestos, palabras y revelaciones. Pero el decano es tan imperfecto que ni siquiera es capaz de escribir este texto sin dejarse cientos de cosas por el camino. Y el decano se deja llevar por la emoción, y le sale lo que le sale: Un 'gracias' de tamaño colosal en el que lo que solo es una palabra se convierte en una parrafada infernal. Esta es mi despedida, mi 'hasta luego' sincero y emocionado, con las lágrimas saltadas por la felicidad. Me llevo de vosotros una fuerza para afrontar cualquier reto, la ilusión para vencer a los malos vientos, la dulzura de vuestras palabras y la sinceridad de vuestras sonrisas. El decano se retira con buen sabor de boca, y os cede el testigo tras un espino perfecto. Sed felices, porque os lo habéis ganado. Yo he sabido lo que es la felicidad en esta semana gracias a vosotros. A cuidarse, y no miento si digo que os quiero de verdad.
Palabra de decano.
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