No quiero caer en el tópico nostálgico y erróneo de que cualquier tiempo pasado fue mejor. Pero cuando tienes tiempo libre y miras hacia atrás en estas redes sociales que lo almacenan todo, te das cuenta de que la vida de, por ejemplo, 2009, era tan deslumbrante, que te da rabia no estar aún viviéndola.
El fin de la carrera, el viaje con los periodistas a Túnez y luego la semana en mi casa de la playa, los días en la radio, el Espino como acompañante, el coro... Y esas caras, tan jóvenes todos, tan inocentes, tan ingenuos. Que no es que 25 años sea una edad de viejo, que para mi profesión me dicen que soy insultantemente joven, pero es que ver aquellos momentos en los que las sonrisas eran más sinceras, la vida más fácil...
Viendo los tiempos que corren lo fácil sería decir sin dudarlo que aquella época fue mucho mejor que la que vivimos hoy. Pero creo que han pasado las suficientes cosas por mi vida desde aquel verano de 2009 como para no caer en el error, y decir en un gesto de madurez que aquellos tiempos no fueron mejores sino distintos. Somos el resultado de todo lo que hemos vivido, de nuestros sueños y de nuestros fracasos, de nuestros aciertos y de los fallos que nos llevaron a perder a veces lo que más queríamos, de nuestra confianza ciega que nos jugó una mala pasada y de nuestra desconfianza que nos ocultó durante meses lo maravillosa que es una persona.
Los cambios vienen, siempre vienen arrollando, como una locomotora desbocada que solo te da un segundo para hacerte a la idea, que solo te da un instante para subir al vagón o quedarte en el andén. Y después solo queda apechugar con la decisión, o bajarte del tren en marcha con las consecuencias que pueda acarrear. Quizá ahora por eso valoro más cuando bajo la guardia: que cuando me río a carcajadas lo hago de verdad, que cuando doy un abrazo lo doy de verdad, que cuando se me queda grabada una frase o un gesto en la cabeza es porque realmente me importa. Y que ahora valoro los pocos momentos que en 2009 eran algo cotidiano, porque quizá esa es la grandeza de crecer.
El tiempo pasa y terminamos nuestras carreras, nos vamos a otros países dejándolo todo atrás, nos casamos... Y cada momento parece cerrar una etapa que no volverá nunca. Y vendrán sin duda las lágrimas, pero será porque realmente las sentimos, no porque todo el mundo alrededor llora. Y cuando echamos de menos, echamos de menos con el corazón encogido, con una nostalgia auténtica que no se pasa en tres días pero que asimilamos, porque la madurez también es asumir que los cambios forman parte de la vida. Y cuando decimos adiós queremos decir hasta luego. Y cuando el abrazo del reencuentro se vuelve a producir, nuestra cara no miente. Aunque nuestras caras han cambiado, y nuestro pelo, y nuestra actitud ante la vida y nuestro arrojo ante las adversidades del destino. Pero así es la vida: azar, emoción, cambio y nada más.
Cualquier tiempo pasado nos ha dejado tatuados a fuego en la memoria momentos esplendorosos, risas por nada, regalos sencillos que nos parecieron catedrales, amistades que vuelven cada cierto tiempo con alegría, sueños que vuelven a retomarse... Pero eso no implica que aquel tiempo fuera mejor que este: porque eso implicaría asumir que nuestro yo de entonces era mejor que el de ahora. Y eso es imposible. A cada etapa le corresponde su gloria. Vivamos la que hoy nos ocupa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario