En Madrid nada es lo que te esperas. La pizzería de Fuencarral la llevan dos paquistaníes y el kebab de la Glorieta de San Bernardo -probablemente los mejores kebab de Madrid- lo lleva un grupo de jóvenes rumanos que se van turnando en el servicio. Hoy, después de un día de mierda, de esos en los que vuelves a casa en el metro desilusionado y con una tremenda sensación de vacío, curiosamente los que me han alegrado el día han sido esos rumanos que te atienden entre bromas y sonrisas en el kebab de San Bernardo.
Probablemente serían hasta más jóvenes que yo, pero te tratan con una alegría que no es propia de su trabajo mecánico de "tostar pan- cortar carne- meter carne en el pan- poner tomate- volcar queso- meter lechuga- echar salsa- liar en papel albal- cerrar bolsa". Me he reido un buen rato con un par de anécdotas de estos dos rumanos a los que he olvidado preguntar el nombre, y que nunca leerán esto. Su carácter festivo y alegre me ha recordado al de la gente de mi tierra, esos que viven entre risas aunque el agua les llegue al cuello, esos que no necesitan ir a ver una obra en francés alabada por una crítica vanguardista y optan por ponerse delante de una cerveza o coger una guitarra.
Qué extraño me siento al ver que el espíritu sencillo y sincero de mi tierra se refleja más en unos chavales que han llegado aquí jugándoselo todo desde el otro lado de Europa que en la gente con la que me cruzo cada día por la calle.
Definitivamente, no sé a dónde pertenezco. Madrid es una ciudad atípica.
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