Para estar exiliado no hacen falta causas políticas, ni económicas ni ideológicas. El exilio puede ser forzoso o voluntario. Cuando partes de la tierra habitual de tus paseos, tus quedadas, tus sueños y tus recuerdos, sólo te hace falta saber que lo que encontrarás en tu destino merecerá la pena.
El exilio es una situación bastante contradictoria, y por eso es complicado acostumbrarse a él. Cambias la bicicleta por el metro, la ciudad arbolada de la superficie por el estéril mundo subterráneo, el bar de la esquina por el que está mínimo a dos paradas en metro, de levantarte un cuarto de hora antes a levantarte con hora y media de antelación. El exilio es así, al menos para mí. He cambiado hasta la forma de uno de mis placeres: de pedir un capuccino y esperar a que se funda la espuma lentamente a pedir el café con la leche fría para poder beberlo en dos sorbos y salir corriendo de nuevo.
El exilio te introduce en una rutina de tachar los días en un calendario de cartón, en planificar la semana para que el domingo te de tiempo a limpiar, en pasar por casa para coger la maleta después del máster cruzando los dedos para que te de tiempo y no pierdas el último tren a Sevilla, en levantarte a las 5 de la mañana para poder coger el primero de vuelta.
He de confesar que cientos de veces he temido decir adiós y no sentir nada al marcharme de nuevo a Madrid. Estar tan inmerso en estos trajines de viajes, escapadas, estaciones y trenes, que desistiera de volver con tal de no darme la paliza.
Esta última vez he dicho algunos adioses más fuertes, porque otros se marchan como yo me fui, a un exilio voluntario en destinos diversos. Los mismos nervios que tenía yo, el mismo miedo a equivocarse, el mismo temor a decir después de una semana que se volvían. París, Vila Real, Rouen, Bamberg... cada uno parte a donde cree que se tiene que ir. Tan exiliados están los que se van lejos como los que se quedan, sea en la reclusión de una biblioteca o en un centro de Pilas antes de un concierto.
El exilio nos ayuda a saber que hay algo por lo que volver, el adiós sigue teniendo tanto significado como la primera vez que me marché. Parece mentira que ahora estemos más cerca en avión que antes, cuando usábamos el autobús o el tren. Para mí el exilio no es negativo: es un alejamiento temporal y consciente que me ha hecho valorar más lo que tengo lejos.
El cielo no está tan gris como parece, y ahora que regresa el frío poco a poco, la vuelta al sur sigue siendo una manta reconfortante en la que envolvernos. Mientras tanto, hay que aprovechar el viaje emprendido, no caer en el olvido, recordar las risas y los momentos vividos, ponernos el abrigo y dejar que el aire, sea el de Francia, Alemania o Portugal, nos dé de pleno en la cara. A los que se quedaron allí, sólo cabe decirles que volverás, y que intentarás no cambiar tanto que no te reconozcan.
Dejar atrás lo conocido para lanzarse a la incertidumbre es sólo un paso más para hacernos mayores, nada más que eso. Tomar decisiones es vivir, quedarse sentado esperando, dejar que pase la vida. Ánimo y mucha suerte a los que se marchan y a los que se quedan, a mí ya no me preocupan los adioses, ni volverme un témpano de hielo. Porque después de ocho meses, no puedo evitarlo, y aún se me pone un nudo en el estómago cuando llega el domingo por la noche en Sevilla y vuelvo a abrazar a los que dejo atrás para volver a estar solo en el exilio, y a pensar en la próxima vez, en la que los abrazos sean de bienvenida.
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