lunes, 16 de agosto de 2010

Crónicas de Arroyomolinos: Cuando el camino acaba donde comienza

Suena 'La cuadratura del círculo' de Vetusta Morla en un salón soleado en un pueblo perdido del sur madrileño. Sobre la mesa cubierta por un mantel de flores reposa en equilibrio la torre peligrosamente hueca de una partida de Block&Block a medio jugar. Afuera la tarde se desploma sobre las ondas de una piscina desde la que se huelen las manzanas que presumíamos ácidas del huerto.

Arroyomolinos nació como un pueblo encantado y a la vez consumido por la desdicha y la gloria de estar a 20 minutos en autobús de la capital del Reino. Ahora los ensanches interminables de urbanizaciones parecen haber eclipsado el murmullo del arroyo que le dio nombre a la villa en la que estuvo encerrada Juana la Loca en un torreón. La construcción en sus terrenos de un megacentro de ocio con una pista de esquí cubierta está convirtiendo el sencillo pueblo en una Marbella más, poblada de fuentes en cada glorieta y parques tranquilos llenos de columpios de colores.

Sin embargo, en la última casa que puebla la terraza que se despeña hasta el arroyo, no hay nada de ese supuesto bullicio. La parra frondosa cobija tardes de guitarra y cantos, y es testigo de los 20 minutos de untado de crema solar de factor 30 (mínimo) de cada mañana antes de exponer las pieles a menudo demasiado blancas de estos sevillanos atípicos, que no parecen gitanillos de cabellos negros, sino irlandeses de pelo cobrizo, señoritos andaluces de ojos azules y rubios ya conocidos para la tierra, que suben en un rosario de visitas a Madrid para reencontrarse con lo que nunca se marchó del todo.

La casa de una chica de Aluche a la que fastidia que tilden de rica es la madriguera perfecta para jugar a "taboos" que contienen localismos argentinos que nunca sabremos de dónde vinieron, para montar sobre un tablero puentes, ciudades, y hasta una urbanización de catedrales perfectamente conectada con un puerto cuya flota demasiado numerosa, espera centrímetros a la derecha su turno para tomar la megalópolis catedralicia. Nada está planeado, y al mismo tiempo todo está definido en Arroyomolinos.

Los días corren. Los madrileños, amigos que montan en el 495 para vernos o ponen el GPS para no perderse y tomar la salida correcta al pasar Móstoles, van sembrando sus momentos memorables. No hace falta competitividad, aunque seamos los dos periodistas: 4 segundos en silencio al empezar una canción porque estamos muy ocupados riéndonos, son suficientes para dejarnos en empate a cero. Onda Cero, Telecinco y El País se nos han olvidado estos días, no sabemos lo que son, ni escuchamos el móvil si suena para reclamarnos y hacernos volver a la redacción, al plató o al estudio. Aquí todo puede ser: hasta McDonald's la contraseña aliada del desembarco de Normandía.

En Arroyomolinos todo puede ser. Las noches saben a tinto helado con limón y huelen a barbacoa desnivelada y traicionera que te cubre de aceite cuando menos te lo esperas. Y el sonido es el de una canción a capella demasiado hermosa como para no ser grabada y escuchada mil veces de vuelta a casa. De noche iremos, de noche, a reencontrarnos alejados de ciudades, parroquias y oraciones, con lo que realmente somos. A reencontrarnos con lo que ahora somos, después de meses de tortas, de tropezones, de gritos a tiempo, de pasos adelante y de buscar la ilusión a pesar de que creamos que se ha marchado para siempre. La madrugada suena a Stravinsky y a Beethoven, contra todo pronóstico, a comentarios de clásica y a risas, a emoción y a susurros en la oscuridad hasta casi ver amanecer. Música Clásica, que todos creen que ha muerto y que sigue siendo rotunda, perfecta y hermosa sea quien sea el que quiere destruirla, a golpe de modernidad o de inculto y cateto alarde de que todo tiempo futuro puede y debe ser mejor.

Si miras al cielo, la contaminación lumínica aquí se reduce a un par de farolas, que permiten ver claramente al lejano Venus asomar sobre los tejados del otro lado de la calle y llorar al cielo por el bendito Lorenzo en su cita de agosto con los mortales. La oscuridad profunda nos contempla en silencio, los pinos cercanos nos lanzan como mensajes sus barcos de paja, que navegan con el viento en la cercana piscina, y no hay nada más. La cita no puede ser más perfecta.

Al mirar atrás, me convenzo un poco de que sí que soy un poco más madrileño que hace unos meses, y que ahora os veo distintos y cambiados. Sois una versión mejorada de lo que conocí, y pienso que puede que yo también sea ahora una versión mejor y más interesante de aquel Miguelito que no lloró en la noche de aquel 27 de noviembre, pero no por falta de ganas. Se cumplen este miércoles ocho meses desde que partí, y me parece que desde la última vez, os habéis hecho más grandes, más fuertes, más decisos, más divertidos y más entrañables. Sois la ilusión sin fin contenida en una sola semana. No me puedo creer que no hayamos hablado antes de irnos a vivir juntos cuando te decidas a saltar a la capital en enero, ni que no hayamos dado un paseo juntos hasta Aluche aunque el motivo no sea el que ambos deseemos, no me puedo creer que no hayamos hablado nunca hasta el amanecer sin luz alguna, ni que ahora seas tú la que me buscas para contarme cosas y sea a mí al que le saques los colores con un comentario descarado. No puedo creer que haya estado tanto tiempo perdiéndome semanas como ésta.

No puedo dormir porque necesitaba escribir, y ahora el reloj marca las cuatro y mi cabeza me dice que tengo que irme a dormir. De noche volveremos, de noche, a vernos ante un templo sevillano, a reecontrarnos en un burguer porque el bolsillo nos pide una tregua, de noche será cuando eche de menos los susurros, las canciones, las carreras en el piso de arriba por una llamada con número oculto, las confidencias almohada con almohada y el olor fresco de la parra a las cinco de la mañana, cuando sales buscando aire fresco y ese tesoro que en Madrid no existe: el silencio.

Se me han olvidado los cigarrillos, las copas, la música estridente, las normas del libro de estilo... Pensé que venía a Madrid a acabar un camino que ignoraba que aún no había comenzado. Cada vez que dais un paso en firme, a mi me entran ganas de dar otro, de volver a hacer locuras, de volver a soñar. No estamos tan locos como para dejar de hacer lo imposible, posible. Mi corazón me pide poner el cuentakilómetros a cero y volver a empezar. Lo único que no cambió son los compañeros de viaje.

4 comentarios:

Álvaro Méndez dijo...

Grandes momentos Miguelito, sí señor. Por unos minutos, me he ausentado de la inmensa redacción de Onda Cero que tan vacía está a las 5 y pico de la mañana. Este paseíto por el pequeño Arroyomolinos que me has traído a la mente hará que las tres horitas que me quedan frente al micrófono se me hagan más amenas. Aunque espero no hacer una barbacoa con los guines de Herrera en la Onda...

Un abrazo periodista... y amigo

Guillermo Pérez-Tomé dijo...

Hora y cuarto de ida.
Hora y cuarto de vuelta.
Y lo volvería a hacer :)

Un abrazo

Anónimo dijo...

Grandes momentos, grandes sonrisas... un placer leerte pequeño periodista, siempre consigues ponerme los pelos de punta con tus palabras...

Belén

Unknown dijo...

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