Vuelve a mi tablón un vídeo al que curiosamente había recurrido hace poco. Parece que a veces si que hay cierta empatía, las redes de sensaciones y nostalgias, de recuerdos encontrados, se tejen entre unos pocos. Coincidir en los mismos días aludiendo a las mismas imágenes, los mismos sonidos, los mismos momentos, no puede explicarse de ninguna forma. Sólo que hay conexiones que no vemos y que, evidentemente, tampoco comprendemos.
Una de las cosas que dejé a medias en Sevilla fue el sueño de formar parte de un grupo. Con mi carrera musical reducida a las dos horas de cada domingo y a la música que siempre llevo encima, porque si no, ni respiro, la cripta volvía a convertirse en ocasiones que pueden contarse con los dedos de una mano en un garito imaginado. Con las ventanas abiertas, la luz de la mañana y las caras de dormidos, allá que nos plantábamos para intentar sacar algo decente de los instrumentos que todos tocábamos porque nos daba la gana y no porque ningún diploma dijera que éramos magníficos concertistas.
Y previo a mí, a mi efímera incorporación (este Madrid lo ha cambiado todo), se graba el vídeo del que os hablo. No hay ostentación, no hay un buen equipo de sonido ni una sala acondicionada para este tipo de música. Un trastero lleno de suciedad y trastos acumulados, luz artificial y un cantante tímido de espaldas y un guitarrista descarado de frente. No hace falta más.
Después de esta semana, no creas que no me entran ganas de dar ese grito al oído, si con ello consigo que este bucle en el que vivo se detenga. Necesito hacer cada cosa nueva, que el mundo y la rutina no se me echen encima, no caer en el doloroso momento de no saber si es lunes o jueves porque todos los días me voy a la cama con el mismo dolor de espalda y la misma angustia en la cabeza de todas las cosas que tengo que hacer y aún no he hecho.
Cuando me puede la vida, pues me aguanto. No ha venido uno desde tan lejos para quejarse, pero necesito saber que cada día tiene un sentido, un reto, una ilusión. Y lo estoy escuchando ahora, entre el sonido de las teclas. Te escucho cantar en esa cripta sin mirar a la cámara, y sin tú pretenderlo eres como una voz de la conciencia, diciéndome que cuando me embargue la tristeza, que dé un grito. Cierto es que llevo lunas sin dormir como debería, y que hoy no he salido porque no tenía ganas de salir, porque tenía demasiadas cosas que hacer, que ya entrego trabajos hasta los sábados y los domingos. En cada gesto, busco que algo me dé la vida, una sonrisa, algo que me haga disfrutar de la vida entre tanta hora ocupada y tanta locura en la cabeza. Quizá me hace falta el grito, un grito en mi oído, que me recuerde por qué estoy aquí y cómo prometí reaccionar a los guantazos que me diera este master.
Hay días que necesito este vídeo, aunque sea para pensar en los ensayos que ya no serán y recordar las cosas que deben hacer distinto cada día: el código que me salve (no en vano nos llamábamos Lemon Code, nada sucede por casualidad, y menos en este blog), que haga diferente cada momento para que no me convierta en una máquina que se levante pensando en cuántas horas faltan para volver a dormir.
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