domingo, 12 de julio de 2009

Despedidas sin adioses


Llevaba más de dos meses de despedidas. Despedida de catequesis, despedida de esas tierras tunecinas que tanta paz habían devuelto a su alma, despedida de los que se marchaban una vez concluido el trabajo...

Ya no le quedaba ni un lágrima, ni una sola motivación para dejar escapar otra más. Las despedidas siempre habían sido el momento trágico con el que daba portazo a un etapa para seguir viviendo. Sin quererlo, borraba todo lo anterior, o lo diluía como cuando añadía más agua caliente a un café suave, y comenzaba de cero, sin ataduras y aniquilando también, con ese olvido, todo lo aprendido.

Sin embargo, esta vez era distinto. Era él el que no se había echado atrás y había renunciado al pesaroso trance de decir adiós, mandando un mensaje a última hora en el que pedía excusa y a la vez otorgaba la excusa de, probablemente, un cansancio que no sentía. Sólo era miedo, tremendo pavor a las escenas finales de las películas, esas películas que le habían hecho llorar tantas veces de pequeño cuando en la pantalla partía un tren dejando a alguien que agitaba la mano en el andén, o alguien llegaba corriendo a un aeropuerto para darse cuenta que el avión que pretendía detener ya ha partido. Miedo a la angustia de saber que se cierra otra etapa.

Pero esta vez no. Había decidido ponerse en la calle, con la medianoche cayendo, para dar un último abrazo. No sabía por qué, quizá había sufrido ya lo suficiente vaticinando lo que se avecinaba, y el dolor de la víspera había hecho más liviano el trance. Tan tremendista como siempre, su cabeza seguía dando vueltas al final de etapa, al punto y aparte, hasta esa noche. Se sentó queriendo disfrutar de aquel momento, escuchando como si le fuera la vida en ello, siendo natural, como casi nunca era. Y pasó el tiempo, entre risas, y llegó el momento.

La acera era escenario de un momento temido, pero supieron hacerse los locos y seguir, como últimamente, guardando las lágrimas para la intimidad de un cuarto desmantelado o de una casa silenciosa. Para el público, una escena cotidiana, con espontaneidad y distracciones, sin miradas a los ojos que pudieran desvelar la procesión, que desde hace tiempo, iba por dentro, lentamente y en silencio, esperando el momento de debilidad para salir del templo de su cuerpo. Evitaron las palabras, los apretones más fuertes de la cuenta o las respiraciones temblorosas, y volvieron la espalda. Él giró el cuello una última vez, y de repente le entró una calma que no conocía.

Se alejaban, casi huyendo, buscando nuevos escenarios para nuevas escenas de adioses. Deseando que terminara la obra y cayese el telón. Y entonces él, tan absorto siempre en su mundo que no era capaz de entender cómo funcionan las cosas, comprendió la razón de esa calma. Se había preparado a conciencia para una despedida a la antigua usanza, como hubiese sucedido 5 años atrás, cuando él apenas sabía que autobús coger para llegar a La Cartuja. Pero él ya no era el mismo, y sus patrones, ya arcaicos, se habían desvanecido dando paso a una situación nueva y desconcertante. Sintió mientras el viento de la noche le daba en la cara al cruzar el puente que aquello había sido una despedida sin adiós. Una despedida cuya duración dependía de él exclusivamente, de las ganas con que cogiese el teléfono para llamar. Se sorprendió sin lágrimas, sin sollozos, sin suspiros... y sonrió sabiendo que esta era la primera de una ristra de despedidas sin adioses, porque había dejado de entender el sentido de las despedidas.

Ya no quería deshacerse de nada, desandar lo andado, desprenderse de lo aprendido. Quería guardarlo todo y mostrarlo al mundo, como si acabara de suceder. Y dejar de despedirse para propiciar reencuentros, para extender lazos. Poner el remedio antes que la enfemedad.

Al llegar a su calle, no había apenas coches aparcados. Qué de gente había partido para decir adiós, para dar el portazo que él antes habría dado sin pensar. Ya no se preguntaba "qué iba a ser de él", sino "cómo había podido estar tanto tiempo sin darse cuenta de tantas cosas que se habían ido almacenando en su cabeza para ahora resurgir y hacer de él alguien mejor". Parecía que a esta etapa le quedaba carrete para rato. Si por él fuera...







*Dicho más largo, esto viene a ser la versión extendida del epitafio del cajón de la mesilla de Ana. Sólo nos quitan el lugar. Hallaremos la manera de construir nuevos recuerdos.

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