La primera sede fue Atenas, evidentemente, alla por 1896. Luego París, y luego un sinfín de ciudades que hicieron cada cuatro años que el espíritu de competición deportiva del planeta se reforzará a través de la concordia. O al menos ese es el recuerdo que debemos guardar...
Cierto es que vivieron momentos cruciales los Juegos. Momentos que ensombrecieron la grandeza de un acontecimiento por y para la Humanidad. Curioso que los dos les tocara vivirlos a Alemania: los juegos de Berlín con Hitler desde la tribuna en 1936, y los terribles Juegos de Munich, en los que el asesinato a sangre fría de los atletas israelíes conmocionó a medio mundo en 1972.
Momentos alegres también, como la gran ceremonia de los juegos atenienses de 2004, los primeros del milenio, en los que se recordaban los primeros Juegos de la Antigua Grecia, o los Juegos Olímpicos de Sydney, calificados por el Presidente del COI como "los mejores de la Historia", y por supuesto los Juegos de Barcelona, el mayor éxito deportivo de nuestro país, y aquella canción de Montserrat Caballé y Freddy Mercury a modo de himno glorioso.
Y ahora nos dirigimos a Pekín. Unos juegos politizados desde el primer momento. Y ahí está el problema: ¿no deberíamos ceñirnos sólo al deporte en acontecimientos como este? ¿si se crearon para ensalzar la paz y la concordia, no deberíamos dejar la política a un lado?
Hace unas semanas pude ver anonadado como intentaban apagar la antorcha olímpica, un símbolo que nos precede a nosotros, más antiguo que todo lo que hoy vive en nuestras ciudades, en París y en Londres. ¿Qué se consigue con eso? ¿Quién sale favorecido con apagar el fuego de Olimpia? ¿No es hacer daño por hacer daño? Ya sé que la antorcha se vuelve a encender y ya está, que no se para el mundo porque soplemos una vela "de diseño", que los Juegos se celebrarán igualmente... pero es el ataque al símbolo, la sombra que acecha a los Juegos.
Los Juegos han de ser un "break" para los conflictos, un tiempo de reflexión, un periodo para preguntarse si realmente es necesario tanto enfrentamiento, si no podríamos ser hermanos durante los cuatro años que nos separan de los próximos Juegos.
La llama olímpica va escoltada durante todo el camino. Las fuerzas de seguridad la cortejan como si fuera un jefe de Estado. Y es hermoso ver como algo que es patrimonio de toda la Humanidad, cruza las fronteras sin que nadie se lo impida, atraviesa meridianos libre, sin ataduras. La llama no entiende de razas ni de naciones ni de religiones: sólo es fuego. Luz que debería hacernos pensar, pero que no lo hace, fuego que alumbra a un mundo que ha perdido la cordura. Luz que en Pekín no aspira a ser más que el detonante de la fiesta de las naciones. Luz sin ideologías ni partidos. Sólo luz.
Por el espíritu de los juegos, para que como la llama de Olimpia, siga encendido de sede en sede, portando entendimiento y concordia, y le dé al planeta algo de aquella Humanidad a la que ahora extraña...
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