martes, 14 de agosto de 2007

Oro negro del Imperio

Ya que este blog va de tazas de café y mesas de cafetería, quiero poner aquí un artículo que tuve que hacer para la asignatura Literatura y periodismo este año pasado, imitando al gran Antonio Muñoz Molina. Por supuesto, las comparaciones son odiosas, pero supongo que en el futuro lo haré mejor. A disfrutarlo!


ORO NEGRO DEL IMPERIO


Sevilla es la ciudad de la fragancia. El viajero puede saber en que época del año pasea sólo con aguzar su olfato. Las mañanas de abril huelen a sacro, a incienso inspirador y a azahares, a la víspera eterna en la que se sumerge la ciudad cuando la cuaresma detiene las manillas de un tiempo que se duerme entre varales de plata y olor a cera. También huelen al calor del chocolate, en los puestecillos efímeros del río, junto a una no menos efímera ciudad de lona rayada y farolillo.

Los meses del verano son de cebada, de vino de jerez fresco en el desierto del calor sofocante que porta agosto en su insufrible carro. El invierno, sin embargo, es de humo negro, de castaña asada en cada esquina, de madera seca de portal de Belén de escaparate, de plástico nuevo de regalos para la noche en que el mundo vuelve a creer en la magia.

Sin embargo hay olores que permanecen todo el año, olores que embriagan las ropas de las gentes, las partes altas de los salones y la madera de barras desgastadas. De esos olores cotidianos, yo me quedo con el olor de la mañana: la esencia del café. Traído como maravilla por las tropas españolas, enlatadas en corazas cruzando los océanos, aquellos granos que no parecían gran cosa, conquistaron los desayunos de Occidente. Parece hoy imposible, impensable, creer que en un bar, por muy destartalada que sea su clientela, no puedan ofrecerte una taza del oro con que regamos los amaneceres en media Europa (excepto por el té, con la que liaron los ingleses porque los americanos se lo tiraron por la borda, como para encima dejar de tomarlo…). El café insuflador de energía, el néctar caliente que revitaliza y exime a las mañanas de las horas de sueño perdidas, está lentamente asediando las tierras de la vieja Europa. América nos devuelve la jugada cinco siglos después, colonizándonos con lo que más débil tenemos los europeos: el estómago.

Desde hace unos meses podemos decir que una ciudad como Sevilla, donde el tópico se convierte en típico para llenar de encanto cada calle, está siendo invadida por esa plaga implacable de las cafeterías Starbucks, baluartes de excepción del nuevo y deshumanizado imperio americano. El café, ese oro negro que trajimos como un hermoso tesoro para complementar nuestra gastronomía, se ha convertido en una forma cruel de conquistarnos para hacernos más americanos y menos europeos.
La vida nos ha enseñado que conforme avanzan los siglos, más deprisa consumimos la existencia, que cuanto más se alarga nuestra estancia en la Tierra, más nos empeñamos en trabajar durante todo el día y otorgar a la televisión nuestros escasos momentos de ocio. Vivimos en la era de la prisa, en la que lo que un día fue una ceremoniosa tradición, hoy se convierte en una simple droga, un chute de cafeína que nos ayuda a aguantar la dureza de la interminable rutina. El café, toda una institución de nuestro tiempo, reducido al nivel de una aspirina, a una relación causa-efecto, a la que ni siquiera podemos dedicarle el privilegio de sentarnos. Nos lo dan en un vaso de papel con un tapón de plástico, presumiendo que somos irremediablemente torpes, y nos mandan a la calle. “No pierdas el tiempo, no hay por qué pararse para tomar agua sucia”.

Echo de menos el tiempo en el que nos sentábamos a ver pasar las horas muertas, al caer las dulces tardes de verano, cuando aún nos dábamos cuenta de que los pájaros cantaban sobre nosotros, y nos gustaba escucharlos. Echo de menos la Plaza de San Andrés, con su callada quietud, con sus casas bajas y su suelo antiguo, en la que poder sentarse ante una taza de humeante café; no de nervioso café relleno de cafeína para tenernos despiertos, sino de cálido café, de tintineo de cucharillas en la cerámica a contratiempo con las campanas de San Martín, del silencio en el que se oye el rumor de los árboles. Del espíritu del auténtico café que se trajo de América, del alma de la propia Europa, ritual y sosegada ante las tazas sobre la mesa, símbolo de ese apego del ser humano al líquido: los árabes enamorados de la fresca agua, la devoción del montañés al vino, el amor al café del ciudadano.

El café nos transforma, nos devuelve al mundo humanizado, al mundo libre, al mundo que hay que contemplar sentado, esperando a que la brisa nos hable, a que un simple rumor nos estremezca. El oro que un día trajimos nos lo han robado, y han hecho con él más engranajes, más balas de cañón, más relojes que cuentan las horas que nos quedan para volver puntuales al trabajo. Por eso cada mañana, yo me siento para honrar a aquellos que sacralizaron unos granos, que tostaron su esencia y los hirvieron en agua a fuego lento, para mirarme en el espejo amargo del café y sentirme más humano, para recordar a aquellos que en torno a una mesa crearon lo que hoy llamamos mundo, desde la tranquilidad del pensamiento, que hoy tan en desuso lo tenemos. Porque si nos negamos a coger la taza entre las manos, si nos negamos a oler a Sevilla, si dejamos pasar lo que nos hace más personas, mañana ya no habrá siquiera mesas, no habrá tampoco tazas, ni café…y entonces ya no habrá tiempo de ver en que nos equivocamos, mientras en un rincón de alguna parte, la última cafetera se oxida en el cajón de un desengaño, preguntándose qué hicimos para repudiar la vida que heredamos, y comenzar a vivir como esclavos.


Miguel Pérez Martín

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