Apareciste en la peor visión que he tenido desde que trabajo en Local. Con tu cuerpo macilento, sumergido, inmóvil y con una mano en alto, con los dedos crispados, que creo que no podré olvidar en mi vida. Esa mano que sale de la ciénaga del Manzanares es la señal del sufrimiento de esa noche, cuando caíste de espaldas al río, sin poder agarrarte a las paredes de piedra que te alejaban de la salvación.
El hallazgo de tu cuerpo sin vida nos hizo correr, gritar, ser más rápidos que la competencia, y sentirnos dolidos al mismo tiempo. Vimos el levantamiento de tu cadáver en silencio, intentando guardar el difícil respeto que se puede tener en una bulliciosa redacción. Te vimos como nunca quisimos haberte visto, pero asumimos que estábamos trabajando. Vimos cómo te elevaban desde el río, ese río en el que, a nuestro pesar, siempre intuímos que estabas.
Dimos el pésame a tus amigos y a la embajada por teléfono, hablamos con tu profesor de la Carlos III, donde estudiabas. Y al llegar a casa, cuando cerramos la puerta, y cada uno de los periodistas que habíamos seguido tu caso en estos 12 días pudimos tomar asiento en el silencio de nuestra habitación, sentimos que algo terrible había pasado. Nos echamos a dormir, exhaustos, con un dolor que no entendemos, y despertándonos a cada rato dándonos cuenta que el río se había llevado tus sueños para siempre. San Diego te espera, y seguro sabrá darte una tierra amiga en la que descansar. Nosotros nos quedamos con tu recuerdo y aquellos momentos de esperanza, en los que intentamos de todas las formas posibles encontrarte en las calles y no en la muerte segura de la madrugada.
Los periodistas tenemos corazón. Pero hay veces que tienes que morderte los labios para no aullar por el horror, las escenas dantescas y las desgracias. No creo que se me olvide tu mano, Austin. Nadie pudo tirar de ella y rescatarte.
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