"¿Qué es lo que se siente cuando vas ahí debajo?", fue una de las preguntas que hice cuando vi que se acercaba el día. Una vez memorizados los consejos, la técnica y la posición, solo quedaba la gran pregunta: ¿Qué es ser costalero?.
Lo que viví ayer debajo de esa estructura cargada de vigas del palio de la Merced no sé si puedo describirlo con palabras. No sé si hay palabras exactas para poder llevaros allí debajo, para que podáis sentir lo que es el dolor, la concentración extrema, el miedo... y a la vez la gloria. La gloria de compartir, sobre todo, algo que es importante para los que quieres, acompañarlos y entenderlos, eliminar de tu mente los prejuicios que hayas podido construirte y vivir. Solo vivir.
Claro que hay costaleros y costaleros, pero igual que hay nazarenos y nazarenos... Igual que hay de todo en todas partes. Pero, ¿qué sentido tiene para nosotros ser costalero sin sentir algo más, sin creer en que lo que llevamos arriba es Camino, Verdad y Vida? Este fin de semana, a pesar de que fuera solo un ensayo, me ha servido para entender. Entender que lo que mueve al que carga en su cuello la devoción de un pueblo entero es algo que no es de este mundo... Y por eso la fuerza que los mantiene ahí abajo no es la física, sino la fuerza de una creencia en algo que no podemos tan ni siquiera comprender.
El palio de la Merced, en este caso, encierra un misterio indescifrable. El del poder cuando ya no puedes, cuando crees que no hay fuerza para levantar ese peso. Qué escalofrío pensar que por unas horas mueves por las calles la fe, el amor y la esperanza para llevarla a aquellos que se sienten agotados por un mundo que no para de ponerle duras pruebas. Lo que sucede allí debajo, en las bodegas de la Semana Santa, es algo que solo puede explicarse desde allí abajo.No hay adjetivos que pueda ponerle a algo que es dolor, pasión y diría que hasta una forma de vivir.
Qué penitencia añadida además la de, como el nazareno de silencio, no poder ver lo que sucede más allá de los faldones. Igual que el nazareno que no puede volverse para ver al Gran Poder porque se lo impiden sus reglas, tampoco puede el costalero ver a Dios o a su madre caminar, porque solo son sus pies, y su espalda, y su cabeza impulsada por no se sabe bien qué luz de otro mundo, los que consiguen que cada primavera se vuelva a hacer posible la maravilla. La maravilla de un Dios que, como recogen los Evangelios, va en busca de aquel que no puede o no sabe encontrarlo.
No creo que Dios vaya solo más allá de la canastilla, allí arriba. Creo que Dios va derramado en haces de luz por todo el cortejo, engarzado como un alfiler en la filigrana de una mantilla, y creo que Dios va como un destello en las piernas y en las espaldas de aquellos caminantes misteriosos que se esconden tras los respiraderos. Dios dijo "coge tu cruz y sígueme", y el costalero se echó el madero al cuello.
Por supuesto, como digo siempre: no es tan importante lo que vives como con quién lo compartes. Y allí estuvo la familia de Granada, apoyando, pendiente del que se estrenaba, atenta y arropando al que no tenía ninguna experiencia, dando el calor suficiente para eliminar los miedos y sembrar la confianza. Y el costalero nuevo se sintió más fuerte que nunca, en un mar de costales desconocidos, entendiendo los porqués y los cómos de una particular visión de esta semana de gloria que nunca imaginó vivir.
Desde allí abajo no eres consciente del tiempo y tampoco del espacio. No hay distracciones porque la calle no existe, solo el frío adoquín que marca el camino a seguir. Sé que esto es un punto y aparte. Sé que después de este domingo de emoción insostenible, inexplicable; hay un cambio radical en la manera de ver la fiesta y el dolor, la vida y la muerte, la cruz que conduce siempre a la vida y no a la muerte.
Gracias a todos los que con su voz, con su costal, con sus indicaciones, con su interés por saber cómo estaba, hicieron de la mañana de ayer una experiencia religiosa. Creo que ayer, desde allí abajo, entendí que hay otro camino que lleva hasta los cielos, un camino de sufrimiento pero también de corazones llenos, como la vida misma, pero resumida en una chicotá.
Me empeño en buscar a Dios cada Semana Santa, qué cosas, en nuevos matices de la fiesta. Creo que en eso consiste, en parte, esta semana. En reencontrarse con la luz y en hacerla tuya de nuevo. Me han echado una mano para llegar hasta la trabajadera y nunca en la vida podré agradecer lo suficiente que me hayan llevado hasta ella. Una nueva manera de entender el alfa y el omega, el comienzo y el fin, la verdad, la gloria y la penitencia.
A pesar de lo que muchos puedan pensar, puedo decir que allí abajo está Dios. Escondido, sudoroso y doliente, con los que cargan con la devoción de nuestras ciudades y la llevan a la ciudad de nuevo. Con los que consiguen que Dios, más que nunca, esté en las calles y en las plazas, camuflado de gloria barroca y de bordado. Todos los costaleros que van allí debajo no lo ven igual, pero sé que los que me llevaron a mí allí y los que me acompañaron en el camino sí. Y ahora sé que hay algo más, que hay una manera de vivir y de sentir, de creer sin ver, de sentir tranquilidad aunque el yugo se pose en el cuello, de encontrar la paz en medio del dolor. Sé que hay Dios y que cada costal lleva colgados unos sufrimientos y unas razones para estar allí. Y que, con todo eso, soportan el dolor. El mismo dolor del mundo que lleva el nazareno en sus pies descalzo y el saetero en su garganta destrozada por la noche de abril. El dolor como camino para alcanzar una gloria que ahora sé que está en cada golpe de martillo, como una llamada a recordarnos que esta fiesta sufriente es el camino tortuoso más hermoso para llegar al Paraíso.