viernes, 15 de agosto de 2008

Las Crónicas de Londres: el taxista, el borracho y el portero de discoteca (y III)

La mañana fue dura. Allí no había quien se levantase. Isa miraba desde el otro lado de la cama después de haberme llamado unas 700 veces, pero nada funcionaba. "Eres una marmota", me dijo, y para no engañarme más, no lo negué.

El desayuno la verdad es que no lo recuerdo bien. Creo que ni siquiera hubo desayuno, porque nos pusimos a mirar lo del transfer nada más despertar. Lo había dejado para última hora y me iba esa misma noche: un pastelón.

Sólo y abandonado sin nadie a quien consultar, Isa me iluminó momentáneamente y me dijo que llamara a Ángela. Mi amiga desde la infancia se había llevado 4 años en Londres estudiando danza y para ella era su segunda casa. Ahora estaba en España y podía ser mi guía en este momento de angustia. La llamé.

Con esa voz tierna que tiene siempre, y que no sé por qué desde pequeños me ha hecho pensar que es mucho más inteligente que yo, desde el otro lado del Canal de la Mancha me tranquilizó, me habló como si hiciera sólo dos días que no nos veíamos, y me lo explicó todo clarísimo. Sin duda, la mejor idea del mundo. Ella había viajado siempre sin comprar el transfer con antelación, y todo había salido perfecto. Así que me desentendí.

Nos vestimos y salimos a la calle. Donde la meteorología londinense decía que debía haber un sol, había una trama espesa de nubes: mal asunto. Yo, fiel a mi optimismo por un picnic en el parque, había llenado la mochila (que ahora pesaba como un muerto) de toda la comida que había en casa de Isa, y cuando me vi el cielo encapotado y yo con mis mangas cortas, he de admitir que me cagué en la Minerva Piquero de Inglaterra...

Chispeaba cada dos minutos, y el cansancio del día anterior sumado a la ausencia de café, hacía mella en mi dándome un aspecto macilento (más del que tengo normalmente, quiero decir). Llegamos al Tube, y no me imaginé lo que me esperaba. Al montarnos en el tren en Whitechapel, todo parecía ir bien. Hasta que el tren arrancó y nos dimos cuenta de que ibamos en dirección contraria. Sirocos aparte, corrimos raudos en la siguiente parada para montarnos en el contrario, para volver de nuevo a Whitechapel. Preguntamos a un chaval que iba en el tren si esta era la dirección correcta hacia King's Cross. Nos dijo que sí. Sentados en el vagón nos tranquilizamos, hasta que nos dimos cuanta que había que bajarse ya en Aldgate. Pero nos dimos cuenta que hay 2 estaciones: Aldgate East primero y luego Aldgate a secas. Y nos habíamos bajado en la segunda. Resulta que además el fin de semana que yo estaba en Londres era el de las obras del Metro, y muchas líneas cambiaban su funcionamiento. De hecho de Aldgate tuvimos que volver de nuevo para coger dirección Liverpool Street. Allí quisimos coger la línea roja, pero no podíamos, por lo que decidimos dar toooda la vuelta al recorrido de la amarilla hasta Westminster por fin. Sólo hora y media después llegamos a la gran estación.

Al salir le pregunté a Isa que qué es lo que había allí. "No quería que te fueras sin ver esto". Al cruzar las barandillas giratorias y la puerta de cristal me topé con el monumento que había estado evitando desde que llegara a Londres: el Big Ben. Enorme, colosal, con unos remates dorados que parecían recién puestos, y una belleza clásica inglesa sin igual. He de confesar que fue impactante, y que la tele lo ha desvirtuado demasiado. Bajo el cielo gris de aquel día profundamente londinense, el Big Ben había sido diseñado para deslumbrar, para ser una joya de incalculable elegancia. Gracias por llevarme pese a mi cabezonería.
No contentos con el paseo dado, cogimos el metro de nuevo para llegar hasta Trafalgar, donde nos esperaría la National Gallery. El transporte londinense nos la volvió a jugar. Una estación marcaría mi día: Swiss Cottage. El nombre más raro de estación y por el cual pasamos más veces. Cogimos de nuevo una línea en dirección contraria y debimos volver de nuevo, para estar 10 minutos esperando al que venía en dirección contraria. A todo esto, yo aún cargado con la nevera de Isa en la espalda, mientras seguía lloviendo y empapándose el césped de Hyde Park, ahi, en plan esponja...

Cuando el metro decidió que ya no quería jugar más, nos escupió en las cercanías de la National. Plaza gris con un monumental templo griego gris, y con una escultura en forma de columna con dos fuentes, también en gris. Sin duda, el lugar más alegre de Londres. Desde lo alto de la columna un Almirante Nelson henchido de orgullo de habernos ganado en la Batalla de Trafalgar, miraba por encima del hombro a todos aquellos turistas derrotados en la guerra naval.

Subimos la escalinata de la Galería. Desde allí Isa me enseñó cómo se veía el Big Ben entre los edificios, paralelo a la columna de la Plaza. Admito que hasta me enterneció, con el odio que le tenía antes de ir...

En la National todo era hermoso. Cuadros como churros pendían de las paredes. Una sala entera llena de las vistas venecianas de Canaletto me dejó con la boca abierta, a pesar de que Isa había dicho que sólo veríamos los 30 cuadros más importantes. Salas y salas de Turner, la Venus del Espejo de Velázquez, la Virgen de las Rocas de Da Vinci... Tizianos y Veronés, Rubens y Rembrandt, Seurat, Van Gogh, Manet, Cezanne...todos me contemplaban desde los muros de la National pidiendo un poco de atención. Una visita rápida debido a mi nivel de agotamiento, pero llena de emoción de no saber qué maravilla se ocultaría tras el umbral de la próxima sala. Salimos de la pinacoteca, y directos hacia la plaza nos dispusimos a comer. Ni un trocito de suelo sin que estuviera mojado. Isa quería que me sentara a comer en la barandilla de piedra, pero cuando me vió la cara que puse de "teniendo vértigo me parece un poco cruel que digas que nos vamos a sentar aquí", desisitió y me pidió perdón. Total, que acabamos en un glamuroso McDonald's. Y por cierto, que los ingleses son una mierda, porque tienen 2 hamburguesas para escoger, y poco más. Desde luego, no me extraña que no tengan éxito. Una fuente de agua tiene más variedad...


De todas formas allí comimos, para luego, llenos de fuerzas que nos durarían poco, irnos a buscar regalitos para David, Anita y compañía. No hubo demasiada suerte, así que nos encaminamos a Hyde Park. Se estaba levantando un frío flipante, e Isa me prestó su bufanda a la que yo llamé cariñosamente "el salchichón". Me hice la foto pose "Duque de York", y nos montamos en el bus (el 15, faltaba más), pero ésta vez en dirección contraria a la habitual.
En el barrio cercano a Hyde Park que fácil que sepa cómo se llama, y en el que está la escuela de Isa, callejeamos para buscar más regalos. Un barrio de los de las películas, con casas de tres plantas máximo y muy bonitas todas, con esquinas ocupadas por tabernas con merenderos de madera fuera y macetones de geranios de colores colgando de las cornisas. Un toque mediterráneo en Britania!!

Compramos los regalos para Marta y Antonio, nuestros compis de la parroquia, en la tienda de Alicia en el País de las Maravillas. Un imán cervecero en el que estaba retratado el propio Antonio, y un sujetapáginas bordado para Marta. Por lo menos, algo fructífero.

Seguimos hasta Hyde Park al fin, y recorrimos caminos en los que vimos a la gente con los abrigos largos y los chalecos (recordemos que yo iba en polo de manga corta y helándome, por cierto). El destino era el Royal Albert Hall: la sala de conciertos más bonita e impresionante de Londres. Al llegar, empezó a llover, y a causa de los Proms (conciertos veraniegos de música clásica y jazz bastante baratos) no pudimos entrar. Isa se sintió muy culpable, pero a mi ya no me importaba. Empezaba a sentir que tenía que irme esa misma noche, y no podía evitar entristecerme.

Isa me hizo como unas 7 fotos ante el Royal Albert Hall, para nada decepcionante. Pensaba en cómo debía ser por dentro: una pena perdérmelo. Apretó la lluvia: Londres me despedía con una de sus tardes más oscuras. Corrimos hasta Edgware Road, nuestra estación de metro. Pase ante la Escuela Superior de Música y ni la miré de coraje, y mira que es bonita.
Edgware Road tenía como 2 kilómetros de túnel que había que recorrer andando bajo la ciudad hasta alcanzar los andenes. Llegué agotado y recuerdo, con la mochila cargada aún con toooda la comida.

Isa no hacía más que mirarme con cara de pena: vaya último día en la City. Me prometió una ducaha al llegar a casa y una cena, y me animé. Estaba calado y agotado. Llegamos y me duché: me quedé nuevo, aunque no podía parar de pensar en mi regreso. Al salir de la ducha, Isa se envalentonó y llamó a lo que parecía ser Radio Taxi, ya que no sabía si iba a tener que prostituirme para llegar a Liverpool Street. El primero que lo cogió fue un paquistaní que le dijo que llamara a otro número. Cuando terminó de dictarle la cifra, había escrito veinte números: no podía ser. Isa se llevó las manos a la cabeza y le pidió que repitiera. Al fin conseguimos los 10 números correspondientes. Lo consiguió: un taxi vendría a las 3:45 a por mi para llevarme hasta Liverpool Street. Isa se alegró mucho de tenerme un ratito más, y yo de poder estar con ella unas horas más en Londres.

Nos acostamos tras cenar una ensaladita que, al haberse llevado todo el día en mi maleta, estaba más que removida y aliñada. Ella cenó unos mejillones que a mi me daban repelús (no por esos mejillones, sino porque odio los mejillones en general), y nos acostamos. Sonó el despertador de mi movil en plena noche: las 3 de la madrugada. Me levanté y en silencio lo arreglé todo para irme.

Isa me acompañó por la escalera "Agatha Christie" y me dejó en el umbral de la puerta. Mi sueño me hizo que la despedida fuera sosísima. Ni siquiera le dí las gracias por las únicas vacaciones que tendría en verano. Me lamenté en el taxi, mientras contemplaba una ciudad desierta.

Mi taxista era muuuy simpático, gracias a Dios, y me dió palique todo el viaje. Llegué a Liverpool Street en el silencio de la noche, y me sentí de nuevo solo. Me senté ante el 155 de la avenida Bishopsgate y esperé. Fue llegando gente, y me monté en el segundo autobúa que llegó de Terravision. En cuanto terminé de suspirar mirando atrás la ciudad que dejaba, me quedé dormido. Al llegar a la rotonda previa a Stansted me desperté. Bajé corriendo con mi maleta y me fui al mostrador, donde facturé después de que me hicieran ir a la ventanilla porque decían que "había escrito mi nombre mal". De mal, nada, si su ordenador no reconoce las 2 tildes que lleva mi nombre, la culpa es de su máquina que es una analfabeta, señora rubia de bote de Ryanair.

Me compré un café para quitarme el mal cuerpo del frío. Miro el billete: cierre de la puerta de embarque a las 6.40. Son las 6.25. Me bebo el café achicharrándome la lengua, y me salen hasta ampollas...Me pongo en la cola de los pasaportes y el detector de metales. Me hacen quitarme los zapatos, y me parece una grosería por parte de la tía gorda y lenta de la cinta de equipaje de mano. Miro el reloj: las 6.40. Voy a perder el vuelo.

Corro de locura por el aeropuerto. Sólo veo carteles que indican la puerta 47, pero la puerta en sí nunca llega. ya pasan 8 minutos de la hora de cierre de la puerta de embarque y yo aún no he llegado. Finalmente la veo. hay una cola enorme: llego hasta temprano, acaban de empezar a embarcar.

Me siento al lado de una pareja que deben de saberse el kamasutra de pe a pa por la postura en que están dormidos, y los oigo hablar en una especie de spanglish. En la pista de aterrizaje me ha salido vaho de la boca, hace unos 10 grados en pleno agosto. Mucha tela. El joven de al lado mio se queda dormido en mi hombro. No parece que tenga piojos, asi que me hago el longui y me duermo también con el estómago gruñéndome de hambre.

Llego a Sevilla y todo perfecto. Me siento supersolo sin Isa, después de estos días intensos, y me monto en el taxi que me deja a las 11:45 en la Calle Rioja. Entro a trabajar a las 12.00. Suspiro y me quito una sudadera que aquí no hace falta. Es como volver a un pueblo. La ciudad fría y gris me ha dejado huella, y el viaje ha llegado a su fin. No me queda nada que lamentar, sólo el que haya sido tan corto.

En cuanto a ti, sólo decirte que cuando quieras nos espera Milán, Dublín, Munich o la ciudad que quieras. Gracias por haberme permitido compartir contigo lo mejor de mi verano. Respecto al tiempo y a los cielos grises, no importan, ya te llevaba a ti al lado para brillar y deslumbrarme. Hasta la próxima crónica.

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