miércoles, 16 de octubre de 2013

El confesionario más grande del mundo

Recuerdo cuando pensaba que no te enterabas de nada... que estabas empanaíllo, y que tampoco se podía hacer mucho por solucionarlo. Pero a ver si va a resultar que el que no se entera de nada soy yo. O que estamos igual de empanaos... Quién sabe.

Hace un mes ya casi que estuviste por aquí. Volviste a Sevilla, volviste a tu centro, a tus calles estrechas, a tus capillas abiertas de barroco deslumbrante, a tus naranjos ya sin flor y a tus paseos, esos que he aprendido de ti que sirven para pensar y para arreglar todo lo que creemos que no tiene solución. Y llegó la tarde de agotamiento tras el paseo intenso, y cada uno regresaba ya. Y volvimos a quedarnos allí solos y volvimos a coger aquella calle de mi conservatorio para enfilar el camino hacia una plaza eterna.

Y veníamos hablando de nuestras cosas, tú más que yo, que a mí me cuesta soltarme, ya sabes... Y sin darme cuenta entramos en la basílica. Creía que íbamos a cortar la conversación, pero seguiste. Yo miraba al altar, pensando cuando cortarías, pero no lo hiciste. De hecho nos sentamos en el primer banco del lateral, y miraba alrededor para ver si no estaríamos importunando a los que estaban allí para rezar.

Y al rato me dijiste que te gustaba hablar las cosas allí, porque sentías que no solo te escuchaba yo, sino también el que todo lo puede. Y entonces miré alrededor y me percaté de algo nuevo, algo que había estado allí siempre probablemente pero en lo que yo no había caído: a nuestro alrededor la gente estaba hablando como tú y yo. Allí no había el silencio sepulcral de otras capillas, ni nadie lo echaba de menos.

La gente hablaba, pero como nos han dicho tantas veces... Hablaban con los cielos a través de los ojos de los que tenemos alrededor. Y entonces entendí que aquello era realmente lo más natural: hablarle a Dios a través de la gente que tenemos cerca. Y quizá por eso la gente iba a la basílica, aunque tuvieran muchas iglesias que estuvieran más cerca de sus casas. Porque aquello es el confesionario más grande del mundo, en el que no se va a pegarse golpes en el pecho, sino a hablar con el que tenemos al lado siempre. Porque en ese que tenemos tan cerquita también está Dios.

Muchas veces pienso si la Semana Santa no es más que ornamento, si no hemos olvidado lo sustancial para dar paso a raudales al espectáculo. Pero entonces vuelvo aquí, a esta basílica que antes no me decía nada, y vuelvo contigo, y todo cambia. Y quién sabe si en el banco de atrás hay reconciliándose un padre y un hijo, o en el atrio una pareja intenta solucionar sus problemas ante el altar del Señor de Sevilla, o si en el camarín dos mujeres mayores comentan las tristezas de sus hijos que no encuentran trabajo y que a ellas no les dejan dormir... Aquí se habla con Dios a través del hermano, y el que escucha guarda silencio y comparte, escucha y responde, porque aquí parece que hay una fuerza que te ilumina.

Y por eso creo que aquí el que no se entera de nada soy yo... Y qué gusto da descubrir cosas nuevas de gente que tiene menos recorrido que tú.. O al menos, menos años vividos. Que la edad no siempre significa que tu maleta esté más llena. Y me quedo con aquel momento de aquel fin de semana, contigo y con cada palabra, porque creo que a veces esa conversación con Dios no está necesariamente en las oraciones o en las vigilias, sino en el banco del parque, en el ascensor, en esta iglesia en la que me parecía que no había respeto... pero lo que no había era muros ni trabas entre el cielo y la tierra. Bajo la cúpula blanca de la basílica solo hubo aquella tarde almas que se desnudaban, que se dejaban herir a quemarropa porque no había nada que esconder. Allí sentí que todo aquello debía ser la verdad, la sencillez, y la sinceridad; la naturalidad, la mejor forma de hacerlo, la más lógica y la más fácil. Y entonces entendí qué quería decir aquel hombre de Nazaret cuando dijo aquella tarde, como una sentencia irrefutable que desprende una luz cegadora, que él era el camino, la verdad y la vida.