jueves, 3 de enero de 2013

La historia de un nuevo comienzo

Aquella mañana del 30 de diciembre Marta y yo nos levantamos temprano. Cargados con kilos de ropa y con mucho sueño, en parte fruto de los nervios del viaje, llegamos a la estación de Plaza de Armas con tiempo de sobra. Volvía a Granada prácticamente dos semanas después, qué locura... El autobús nos deparó dos niños delante jugando con sus Nintendo DS con el volumen a tope todo el camino, lo que hizo imposible la siesta, pero nos mantuvo hablando todo el camino. Sobre lo que dejábamos atrás y lo que esperábamos encontrar.

Tres horas después llegábamos a aquella estación fría de Granada -"qué avanzadas que están las obras del tranvía, oye"- y nadie vino a recibirnos. Empezábamos bien. Hasta que llegó Anita con su coche recién estrenado y sus estreses fruto de ese miedo al volante que tengo yo de siempre. Era la primera vez que pasaba la cena de Nochevieja fuera de casa, y un poco de vértigo sí que daba. Al rato llegó Jose, que ha dejado de ser el pequeño de los Quesada para ser simplemente él, mi anfitrión, mi amigo. Llegó cojeando. Seguíamos mal. Cargadas las maletas, a Anita se le caló dos veces el coche por el camino. Más contratiempos. Nos habíamos repartido por las casas de los granaínos como una pequeña plaga que asiste a una convención imaginaria: Rafa con Quique y Jesús, Ana en casa de Lucho, Marta con Ana y yo en casa de Jose. Sin contar los que vendrían a su propio piso dos calles más arriba de nuestra casa: 'El niño' y sus amigos. Despliegue absoluto para unos días que prometían mucho, a pesar de los malos augurios de los primeros momentos.

A partir de ahí todo fue magia, como suele serlo últimamente. La subida a San Miguel Alto y la foto contemplando las vistas -que te digan "muchas gracias" y contestar tú "thank you" tras hacer la foto-, el orgullo de hermano de Jose que tiene colgado en su cuarto el proyecto de Emi para el templo universitario, el cartel y la foto que me daban la bienvenida sobre su escritorio. ¡Y qué momentos, madre mía! Caminar con Pablo del brazo porque las calles mojadas de Granada y mis zapatos con suela de material convertían las calles en una pista de patinaje, Ana y Marta cambiándose una y otra vez de vestido antes de la cena y viniendo a preguntar -como es ya tradición casi-, el desayuno en esa casa que con permiso de Jose voy a nombrar como "nuestra casa", subir el Albaicín con Quique demostrándome que puede ser un guía excepcional, el lomo con orejones que se transformó en petróleo fusionado con alquitrán tras diez minutos de olla exprés y achicharrarme la mano con el aceite... Las risas cocinando que convirtieron en un éxito la cena de Nochevieja desde las seis de la tarde -convivir contigo estos días ha sido como compartir las vivencias de 20 espinos-, la comida en casa de Ana -prodigiosa tortilla al horno- y descubrir que no tenemos ni idea de vinos, la mujer del Covirán que nos vendió seis kilos de uvas diciendo que eso era para cuatro personas, el calendario sexy de la rubia en 2005 y llamar Enrique a su padre...

Y las miradas, siempre tan importantes, las miradas que lo dicen todo, las estampas que parecen hechas para reflejar la ternura. Los cuatro viendo la tele abrazaditos el día 1 por la noche, como si fuera lo que hacemos cada noche, como si aquello no fuera excepcional -y estar tan cómodos aunque nos costara coger la postura-. Y una frase de Jose, de esas que parece que a él le salen mejor que a nadie, que vaya piquito tiene el niño, cuando decíamos que no estábamos cenando en familia y el respondió: "Yo estoy cenando con mi familia". Empezar a echarnos de menos antes de habernos ido, Ricardo y ese brindis por la noche en el que se abrió como un libro para demostrarnos que el que guarda silencio no significa que no tenga nada que decir. El brindis posterior a las uvas -Ana atragantándose en la décima uva y haciéndonos reír a carcajadas- en el que acabamos derramando una lágrima más de uno. Las risas en la mesa de la gran cena intentando no desvelar la historia de la carne con chapapote hasta que las niñas se la hubieran comido.

El café en Las niñas y esa pareja entrañable que son Ana y Lucho a los que quiero a morir -"Qué risas, ¿no?"-. Comer de sobras el día uno y olvidarnos de lo malo, porque este 2013 tiene que ser infinitamente mejor que ese 2012 que se marcha y que nos deja dudas, inquietudes, paranoias, incertidumbres laborales, viajes de ida y vuelta, regresos a casa, desamores... Pero que también nos deja reencuentros, viajes de locura, música, muchos abrazos que ahora han pasado a ser besos, nuevas caras que nos hacen sonreír, lazos forjados a contracorriente, confesiones y momentos de confianza y muchos recuerdos. 2013 nos abre la puerta de un año en el que tenemos que ser felices, porque nos lo merecemos. Un año comenzado en Granada, en familia, con todo lo bueno y lo malo que pueda traer consigo. La nostalgia maldita ya está aquí, y más después de haber visto que Jose me ha mandado con cariño en mi mochila el cartel con el que me dio la bienvenida el primer día.

Puede que no haya cenado en mi casa de Sevilla en Nochevieja, ni haya estado sentado a la mesa con mi familia de sangre. Pero tengo claro que comencé el 2013 cenando en familia, y que luego seguí bebiendo en familia, y riendo en familia en "nuestra casa", la que Jose ha compartido conmigo estos días, y en la que me he sentido uno más -ya me sé hasta donde están las cosas en la cocina-. Cada comida en casa, cada agobio entre pucheros, cada plato fregado, cada rato en torno al brasero, han sido momentos en familia. Han sido días para asumir que esto no tiene nada que ver con nada que hayamos vivido antes a nivel espinero.

Por eso cuando nos hemos montado en el autobús, o quizá antes, cuando ha comenzado el rosario de despedidas desde San Juan de Dios al andén, hemos sentido mucho agradecimiento pero también rabia. Rabia por el hecho de que no vivamos más cerquita, rabia por no poder bajar la calle y encontrarnos, rabia familiar, supongo. Montarte en el autobús y saber que no puedes garantizar no soltar una lágrima si miras a los que se quedan en el andén...

Creo que Sevilla ha hecho un esfuerzo para ir a Granada, eso no lo niego, a compartir la apertura de un nuevo año que va a ser increíble. Pero hay que dar gracias y una y otra vez, hasta que duela, porque da igual que no pasemos nuestro mejor momento, da igual que a veces nos sintamos solos, que nos agobie la vida, que no creamos en nosotros, que pensemos que este año va a ser igual que el anterior... Dan igual las frases de los sobres de azúcar que nos dan ganas de suicidarnos o esos dos minutos de tensión en San Juan de Dios en los que apareció la violencia, dan igual los momentos de bajón que nos llevan al lado oscuro, dan igual las quemaduras en la mano, los cortes en el dedo y las lesiones en el pie; porque todo eso no es nada comparado con esta experiencia maravillosa que sin duda es fruto del que está allí arriba. Y creo que aquí también vale aquello de "lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre". No nos separemos, que lo que tenemos entre Granada y Sevilla me hace demasiado feliz como para perderlo.

Y en el bus de vuelta, entre lágrima reprimida y lágrima reprimida, he querido despedirme de la única forma que sé: la cursi pero sincera, la mía. "Nos llevaron al Espino diciéndonos que haríamos amigos que durarían una semana y nosotros decidimos traernos una familia". Ahí queda, hermanos, muchas gracias y os quiero más de lo que lo que soy capaz de expresar. ¡Hasta pronto!