viernes, 28 de agosto de 2009

Pequeñas historias: 'La mano del costalero'


En ese mismo instante se detuvo el tiempo. El bullicio ensordecedor de la procesión (Andalucía, a pesar de todo, sigue rezando a gritos) se silenció de golpe, como si la gente hubiese desaparecido. Ni siquiera escuchaba el jadear de sus compañeros debajo de las andas del paso.

La trabajadera caía pesada como el mundo sobre su cuello, pero ya estaba acostumbrado. La mayoría de la gente no entiende la sufriente experiencia, el ritual sagrado del costalero, el dar la vida en un segundo al compás de treinta hombres altaneros, desafiantes, que izan el buque de la fe hasta los cielos. Mucha gente no entiende que el dolor y el anonimato que procura el faldón de terciopelo es lo mínimo, comparado con el calor del costal, los pies que casi no pueden levantarse del adoquinado, los hombros que, abatidos hasta el límite, luchan por no desequilibrarse en la siguiente zancada. La brisa de abril se colaba por los respiraderos, pero inmediatamente huía en dirección contraria, empujada por el sudor de los valientes.

Pero aún así, a pesar de tanto esfuerzo físico y jadeo, el mundo se había detenido. Se había roto el recogimiento del costalero, el joven sólo podía sentir un escalofrío que le recorría todo el cuerpo, de arriba a abajo, como un rayo. Su mano, buscando quizá la salvación de tanto calor sofocante, del peso incesante de la madera y el metal sobre la carne, salía tímidamente del espacio delimitado de la canastilla, y se iba a posar sobre el metal de apoyo. Mano crispada, agarrándose a la barra de acero como el que se agarra a la vida por última vez, dolido, buscando un brazo amigo que le arranque el dolor de su cuello y su espalda.

Y sobre la mano enervada del costalero, una sorprendente sensación de frescura y ternura. Una mano amiga, una mano de alguien a quien no puede ver la cara, pero que sabe que no hace falta. Una mano llena de recuerdos, de caricias, de juegos y de sensaciones. Una mano que se escapa del frescor de la noche granadina para adentrarse en la cárcel de los portadores de Cristo, sin importar lo sudorosa o caliente que pueda estar la mano que aprieta el metal.

El silencio sigue terrible dominando la escena. No recordaba muy bien cuándo se conocieron, a ella sí que se le quedó grabado. También fue en Semana Santa. También ante un paso. Aquel momento mágico en el que él colgó de su frágil cuello la medalla de su hermandad, forjada al calor de su pecho, entregada por simple altruísmo a una desconocida.

La misma desconocida que ahora le tendía la mano, que le daba su calor, que apretaba su mano herida, hinchada por el esfuerzo, a la salida de la catedral. Una mano que no prometió estar allí, una mano que no sabía dónde iba bajo los faldones, una mano que había reconocido entre las de todos los costaleros la suya. Una mano que ahora mismo le aceleraba la respiración. Sintió sus pies caminar un poco a su lado, sintió el frescor de su dulce piel sobre la suya, y por unos metros, olvidó el dolor, el cansancio, la fatiga y el esfuerzo, y sólo pudo pensar en ella.

La mano pronto se marchó, tras un apretón y una caricia de despedida. El ruido ensordecedor volvió, y el aire caliente, y los jadeos. El paso continuó su deambular por las calles llenas de gente. Guardó la mano. Ahora sólo sentía frío.

No hay comentarios: