martes, 8 de septiembre de 2009

Pequeñas historias: 'Usually'


"Pablo llevaba años sin saber que hacer. Cuando llegaba del trabajo, suspiraba cada día de la misma forma al abrir el buzón. Pedía que la suerte viniera a él sin ni siquiera un mísero ritual para atraerla.


Subía cada día los cuatro equilibrados escalones hasta el recibidor, y después se apoyaba, como el soldado que viene de la guerra, en el mármol fresco de la pared, mirando al ascensor.

La luz parpadeaba, como esas bombillas que deben ser enormes, que alumbran de forma alarmante las azoteas y antenas de puentes y edificios. Roja y centelleante, la luz de aquel elevador plateado le recordaba a la luz de su movil, que parpadeaba igual en su mesilla cuando, conectado a la red, recargaba la batería gastada.


A Pablo ya no le importaban las fechas del calendario, no quería saber si era invierno o verano, o si al día siguiente tenía que ir de nuevo a la oficina. No disfrutaba, como las parejas jóvenes del dulce candor de la primavera, cuando el sol comenzaba a calentar después de un trimestre enclaustrado entre la celosía del frío y la escarcha. No sentía en su interior esa fogosidad de los besos en mitad de la calle, esa impudicia del mirar ajeno sobre los hombros cuando se abraza a una mujer en público.


A Pablo ya no se le erizaba el vello con las escenas de amor de las películas, ni reía con las series estúpidas de adolescentes. Pablo se había hecho un adulto sin aspiraciones, el kit del ejecutivo que no necesita más de lo que lleva en su maletín, el hombre que sale de casa cuando sale el sol y vuelve cuando atardece sólo pensando en acostarse.


Pablo caía tristemente con sus pesados párpados escondiendo los ojos inyectados en sangre de no dormir y de la luminancia extrema de los fluorescentes y las pantallas de ordenador por horas y horas encendidas, desfallecía sobre la silla de su comedor como el que no quiere la cosa, sin esperar ninguna sorpresa ni alivio en la caída.


Mirando al plato de comida precocinada que chorreaba aceite por los lados y agua de no haberse descongelado bien en el microondas, volvía a suspirar. ¿Dónde estaba él mientras la gente vivía? ¿En qué lugar dejó su juventud, aún por estrenar, para entregarse por entero a una vida de rutina?


El tenedor arañaba el plato de falsa cerámica con un chirrido irónico que le inspiraba a escribir una elegía. Un poema de aquellos que escribía cuando era inocente, una oda alegre en la que las palabras abarrotaban los márgenes de los cuadernos buscando un lugar más digno para constituírse en declaración de amor. Algo que olvidó cómo se hacía, algo que se marchó, o que su propia amargura expulsó a modo de venganza por tanta melancolía.


El tenedor volvió a sonar en el borde del plato, y lo soltó de golpe. Tuvo que apoyar el brazo en la mesa para sujetar su cabeza mientras lloraba. Sin más esperanza ni aspiraciones había escogido pasar por el mundo como uno de aquellos que sólo se recuerdan por el número de apartamento en qué vivían, aquellos a los que nunca se les compró un regalo inesperado, aquellos que nunca regalaron flores a una mujer porque creían que no merecía la pena intentarlo.


El segundo brazo ayudó al primero a recoger una frente sudorosa que temblaba mientras sonaba de fondo un llanto mínimo y agonizante. Miserable hasta para soltar las lágrimas.


La casa se teñía mientras tanto de la luz amarillenta de una lámpara lejana. El crucifijo en la pared, oculto tras una cortina oportunamente movida por el viento, miraba descaradamente al cenicero del aparador. Sí, ya lo sabía, pronto estarían allí mismo las cenizas de su vida, sin que nadie en el mundo quisiera recogerlas para custodiarlas con amor en la chimenea de su casa.


Demasiado tarde para cambiar de rumbo. Demasiado joven para olvidar. Ni tan siquiera oyendo sólo lo bueno de los mensajes que su cerebro insolente clavaba en su intelecto, podía resistir la presión. Pensó en el buzón sin cartas, en la luz mezquina del ascensor, en el hedor de la comida al abrirse la puerta del microondas. No pudo más.


La sangre planeaba sobre la mesa como una fuente, saliendo de su cuello a borbotones.


Se levantó en último amago de comprobar su inmundicia. En el cristal de la vitrina, veía el tenedor en su yugular clavado, y el chorro bermellón de espesa sangre manando en todas direcciones. Sintió un poco de mareo, pero no dolor, y mandándole un último beso a su reflejo, se desplomó sobre el suelo de moqueta, empapándolo. Tirado en el suelo, oía el crepitar como de esponja, del tejido absorviendo sus fluídos.


Lo había conseguido, por fin se había atrevido a terminar una de aquellas historias que escribía."

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