jueves, 21 de abril de 2011

La charla de dos ángeles en la tarde de Jueves Santo


En el blasón heráldico, hermoso y reluciente, el ángel de la derecha miraba de reojo a su hermano de la izquierda. Esperando poder colocarse sobre un corazón batiente, aguardaban colgados de una percha junto a una camisa blanca. Faltaban horas para que el nazareno llevara en el cuello la medalla plateada, hermosa, sencilla e inconfundible del Gran Poder. Bautizados con los nombres de la historia de la propia hermandad, Lorenzo y Juan, por la parroquia que fue su casa y el nombre del imaginero insigne que sacó de sus manos a Dios mismo, se debatían en el equilibrio frágil de sus pequeñas alas en la cara trasera de la medalla.

"¿A dónde crees que vamos?", preguntó Lorenzo, moreno por el sol de la plaza que cobija la basílica. "No sé, ya sabes que cuatro gotas son más que suficientes para que nos quedemos en la percha este año", le contestó Juan. Lorenzo miraba el cielo de reojo por la ventana semiabierta salpicada de goterones de lluvia, y suspiraba con el lamento del que ve venir la puerta que no se abre de San Lorenzo.

"Te sientes tan impotente cuando sabes que las nubes no atienden a razón alguna, que se ciernen sobre los cielos sin pensar que abajo se está produciendo la maravilla de cada año: una ciudad que se vuelve barroca, que se vuelve altar, en la que no se ve el suelo, en la que todo es muchedumbre en las esquinas... pero nada importa", comentaba desolado Lorenzo. Juan sabía que el que todo lo puede escuchaba la conversación desde el otro lado de la medalla, en la cara principal. Sin embargo, el silencio le dio a entender que no quería inmiscuirse en la conversación. Dios mismo siempre observa, pero gustó de hacernos libres y no pretende inmiscuirse en cada palabra que sale de nuestros labios. El Jesús moreno y atormentado de la cruz al hombro clama al cielo que no es un padre censor ni un hijo libertino, solo nos dio alas -no solo a los ángeles- para poder volar y aprender de nuestras propias caídas.

La medalla se tambaleaba con el viento que entraba por la ventana, y chocaba con los botones de la camisa en un dulce tintineo que, en pleno Jueves Santo, sonaba a bambalina. "El cielo es un mapa del mundo. De este mundo que se va a pique porque el ser humano se ha olvidado de la magia y del perdón para salir a los campos a golpe de bayoneta e insultos. Sevilla duerme en el error de que esta semana es un paréntesis de tradición y antigüedad en el año, pero no es así. Cada atardecer es el del Jueves Santo, cada noche es una madrugá en la que no duerme nadie", comentó tajante Juan sosteniendo con fuerza la banda del escudo.

"¿Te refieres a los bomberos, los policías, los panaderos que trabajan en la madrugada para que el currante pueda llevarse un mendrugo a la boca al amanecer?", preguntó Lorenzo. "Sí y no. Cada noche en Sevilla, hay médicos que operan a corazón abierto, hay madres que arropan a sus hijos, hay albergues que abren sus puertas al que se hiela a la intemperie. Cada noche es Jueves Santo, aunque solo una sale el Señor de Sevilla en cuerpo. Pero Jesús sale cada noche a la calle en alma, en el asiento del copiloto de las ambulancias, alerta en las esquinas oscuras de los callejones en las que se maquinan los horrores de nuestra condición de ser humanos, en las salas de espera de los hospitales...", le contestó Juan viendo pasar las horas como el que ve pasar las primaveras al amparo de la torre de San Lorenzo.

Lorenzo volvió a mirar por la ventana y, sin que nadie se diese cuenta, cruzó los dedos cambiando los destellos de la plata en la medalla. De fondo, en la radio, oía caer una a una las hermandades de la tarde del Jueves Santo, y deseó escapar del orgulloso trono de la plata para empujar las nubes hacia el mar, donde nadie las siente ni las padece. Con valentía, vio su hermano Juan como su gemelo idéntico del otro lado del escudo se escapaba poco a poco de la plata con la mirada iracunda puesta en el cielo encapotado.

Lorenzo ya salía al mundo real, fuera de la talla hermosa y polilobulada en la que llevaba encerrado siglos. Pero una mano cálida, fuerte y vigorosa, le tomó del brazo. "Déjame, Juan. No es justo, no es justo... Solo hay una noche para que Sevilla recupere la esperanza, y es en esta madrugá de sensaciones. Déjame partir por el bien de la ciudad", dijo Lorenzo al mismo tiempo que volvía su rostro impotente hacia el brazo que lo retenía. Pero allí no estaba su hermano Juan, sino el mismo por el que vivían en la orgullosa medalla. El Dios de Juan de Mesa lo miraba con sus ojos de plata y de fuego, y se le heló el aliento, observando al mismo padre de San Lorenzo con su mirada dulce negando suavemente con la cabeza. No supo qué decir, y Jesús abrió la boca, mientras Lorenzo y Juan contenían la respiración.

"No se haga mi voluntad, sino la de mi padre. Sevilla puede esperar en mi eterna gloria barroca el sueño de un año de noche despejada en 2012. No la abandonaré. Yo soy su propio hijo. ¿Cómo abandonaría a la madre que me vio crecer desde hace siglos, que me abrió su casa, que me engalanó con flores y me alimentó de devoción sin miramientos?", dijo el nazareno con voz pausada mientras regresaba Lorenzo a su lugar en la medalla. "Aguardemos. La noche aún no ha caído. Si la lluvia quiere que no vea este año el adoquin de mi calle y los rostros ilusionados de mis hijos, será decisión del padre y no mía. Mi cruz es la cruz de Sevilla, volved a dormir en el sueño de un año completo. Vivamos en la hermosa utopía de un mundo mejor 364 días al año, y no una sola noche. En esta noche solo salgo en cuerpo, como ha dicho Juan. El resto del año, vivo en cada alma, discreto y silencioso, pero con las manos abiertas para acoger al que está cansado y el hombro cálido para aquel que llora".

Lorenzo regresó a la medalla, mientras fuera el cielo seguía encapotado. Miró a Juan a los ojos y escuchó de fondo la marcha 'La Madrugá' en un televisor cercano mientras recogía la parte del escudo que había sostenido durante siglos. Oyeron cerca pasos, y sintieron como les llevaban en volandas hasta un pecho batiente. El nazareno cubrió con el negro ruán del capirote la medalla, y se encaminó a San Lorenzo, más desesperanzado que jubiloso. El lienzo de nubes del cielo le decía que no habría discurrir del Señor de Sevilla por las calles de la ciudad. Institivamente cruzó los dedos en forma de cruz y lanzó a los vientos una oración. Lorenzo y Juan también, pero en voz baja. Y al que todo lo puede se le dibujó una sonrisa al mismo tiempo que se abría un claro en San Lorenzo, que iluminó discreto la Basílica.

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