jueves, 1 de abril de 2010

Lo que Túnez me dijo de mí mismo un Miércoles Santo

Otra vez llego al punto culminante. Mi mente y mi cuerpo se saturan al máximo, como el agua que burbujea hasta que rompe a hervir. Y me vengo hasta casa con los pies rotos, los ojos cargados y un sabor amargo en el alma, sin saber explicarme, ni siquiera a mí mismo, el porqué.

Se está convirtiendo últimamente en costumbre eso de resoplar, de decirme a mí mismo "cállate", de sonreír cuando no tengo ganas. Y me indigno conmigo porque a todos los momentos especiales les acabo encontrando un lado amargo en el último segundo que me deja una extraña sensación de desarraigo, como si fuese un ciudadano de ninguna parte, que no encaja en el nuevo destino pero tampoco pertecenece ya al antiguo. Y por eso si me discutes o me tratas demasiado, te darás cuenta de que cada vez hablo menos, y cuando hablo nunca es para decirte lo bien que va todo, sino para soltar poquito a poco ese veneno que no sé por qué llevo dentro, pero que lo llevo.


Y no me tengas en cuenta que después de tantas horas, cuando estoy agotado en la calle Adriano, de pie, evoque a esos fantasmas que me atormentan y que durante unos días he mantenido a raya a golpe de tambor. Porque tengo agriado el carácter por motivos que yo mismo desconozco, y cuanto más te acercas, más te muerdo. Alzo la vista para mirarte a los ojos, porque sé que me lo ponen difícil, y lo que tú crees cansancio no es más que impotencia, lo que tú crees frío no es más que contención para no soltarte una burrada hiriente que no te mereces, pero que se me escapa de la comisura de los labios, muy a mi pesar.

Creo que lo más valioso que aprendí sobre mí mismo en la carrera, lo aprendí en el viaje de fin de curso. La gente viene y va, mis baremos de amistad o compañerismo bailan al son del momento en el que yo me encuentre, pero creo que sólo la gente que mete el dedo en la llaga y me hacen saltar como perro de presa al ataque, y me hierven la sangre, son aquellos que después se quedan en mi imaginario de cada día. Por ellos soy quizá mejor persona, y han sido destino de mi cariño y mi ira a partes iguales. Cuando tengo una pelea con alguno de ellos, es para mí la señal (fácilmente incomprensible para todos aquellos que no estén en mi cabeza) de que los necesito de verdad y que no son personas pasajeras. Si respondo, si acepto la afrenta y la discuto, algo que casi nunca pasa, es porque ya no me cabe duda de que eres importante (bien sabe de esto cierto trianero al que le dí la noche en un hotel tunecino). No implica que los vea todos los días, ni que nos llamemos a diario, sólo que estarán presentes en esta cabeza loca mía en la cotidianidad.

Por eso te miro a los ojos, los que me lo ponen difícil, y resoplo. Porque por mi cabeza deambulan sentimientos encontrados, y esta noche tú eres el objetivo de todos los dardos que guardo en la recámara, simplemente porque te ha tocado. La pregunta esta noche más que nunca, y por la que me entran ganas de clavarme el bolígrafo en la palma de la mano es por qué sigo prefiriendo caminar 10 minutos en silencio antes que decirte todo esto a la cara y que tú puedas decirme lo que piensas. Me lo ponen difícil tus ojos porque a ellos no puedo mentirles cuando ni estoy bien, ni se me ha olvidado lo que acabas de decirme, ni sé lo que me pasa. Y prefiero apretar los labios hasta que duelen, y guardar silencio. Siempre los silencios: qué estúpido aquel que me convenció de que los silencios dicen más que las palabras...

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