domingo, 4 de abril de 2010

El escritor y el músico

Domingo de Ramos, Marzo 2010


- Por favor, déjeme pasar, tengo que ver a mi hermano.

La súplica venía de unos ojos angustiados, de una cara pálida por la falta de luz solar, de estar sentado frente a un ordenador en una ciudad en la que no para de llover desde hace meses. El escritor avanzó entre la gente, jadeante por el calor que le daba la chaqueta expuesta al sol del domingo. La corbata le oprimía el gaznate desde hacía unos minutos, desde que el sol de Justicia había traspasado el edificio de ladrillo y le daba de pleno.

La Cuesta del Rosario era un calvario sediento de pasos de nazareno, una empinada calzada repleta de gente, agolpada a las riberas de la calle. El escritor no iba a ver a su hermano, o quizá sí. Puede que no fuera su hermano carnal, pero a veces no se trata de ser hermano sino de ejercer como tal. La gente murmuraba a su espalda y se quejaba mientras el paso de caoba, bravío en cuesta arriba, impetuoso, se le venía encima. A su alrededor sólo incienso y voces de niños cantores que difícilmente sobresalían entre la multitud.

El escritor esquivó las embestidas de los inciensarios que volaban fugaces entre sus pies, y se colocó en el margen izquierdo de la cofradía. El sol le calentaba su pálido cuello mientras intentaba sobrepasar a los capataces y al fiscal del paso. Sabía que tenía que llegar hasta él, aunque no tenía obligación de hacerlo. Al fin lo alcanzó, pero ni tan siquiera se atrevió a tocarlo. Como un miembro más del cortejo, se olvidó de que estaba rodeado de público de costero a costero, y se escondió detrás de quien buscaba. Su amplia espalda lo cobijaba, y ya sólo lo enmarcaban la madera del paso y la espalda de él.

Un Domingo de Ramos más, terminaba la víspera, y el escritor se encontraba de nuevo en esa ciudad convertida en decorado de otro tiempo, buscando una razón que le diera sentido a todo aquello. Cada año llegaba a las calles de Sevilla con la sensación de que no era más que un festejo en el que la ciudad se ponía una máscara, y que él, como parte de la ciudad, se ponía también la suya y se calzaba la cruz al hombro para subir a golpe de corneta a llamar a las puertas de un Cielo que muchas veces dudaba si existía. Y allí estaba él, en medio de la multitud, entre nubes de incienso y no de algodón, con ángeles de caoba y no de la materia de las almas, y rodeado de candelabros de guardabrisa y candelería, y no iluminado por la luz celestial.

La muchedumbre se agolpaba a sus lados, pero él no oía nada. Sin que el músico se diese cuenta (a eso se dedicaba el joven al que perseguía), él caminaba como un penitente, cabeza agachada y paso lento, pegado a su espalda como una sombra. La procesión seguía y sentía como el paso que amenazaba con arrollarlo, le quitaba poco a poco el aire que le quedaba. El músico seguía caminando sin parar de tocar, ignorando la presencia que lo custodiaba.

Al llegar al punto más alto de la cuesta, la música cesó, y el escritor sintió que tenía el beneplácito del orquestador de aquel prodigioso montaje para interrumpir el curso de la cofradía. No sin antes suspirar, probablemente de alivio, el escritor apretó el brazo izquierdo del músico. Éste volvió la cabeza y pudo leer en su cara una mueca de alivio. Le explicó cómo tenía el labio de dolorido después de toda la tarde tocando, y le agradeció haberse pasado. El escritor rebuscó en el bolsillo húmedo de su chaqueta y sacó una botella de agua, de la que bebieron los componentes del grupo, aliviados. Cuando la botella se acabó, el escritor no dudó en darle la suya propia para que pudieran beber por el camino que aún les quedaba por recorrer. La cofradía comenzaba a andar de nuevo, y tras apretar su brazo por segunda vez, le dijo adiós con la mirada mientras el músico seguía avanzando por la Cuesta del Rosario, perdiéndose entre el incienso y el gentío.

Al marcharse, el escritor se apartó a un lado, y alzó la mirada hacia el sol. Y allí estaba. El momento que otros años ni siquiera había aparecido, o se había materializado en la luz interior de un palio macareno o en una chicotá trianera llevada hasta sus últimas consecuencias, estaba ahí en pleno Domingo de Ramos. El escritor vió como si no lo hubiera visto nunca, a ese cristo deprimido, cabizbajo como él, silencioso y humilde en su propio cortejo de despilfarro y excesos, al estilo de la Antigua Roma. Sintió en su interior la necesidad de soltar una lágrima, que quedó reprimida en el aliento de un suspiro que sólo él notó. El paso, pequeño y modesto, surcó el adoquinado hasta la cima de la cuesta, y se perdió en el horizonte dejándolo totalmente roto el primer día de la Gloria. En aquella sencilla relación creada de hermandad, desprovista de título y de papeleta de sitio, entre el escritor y el músico, en aquella visión de un cristo al que nunca había mirado con interés, estaba el motivo para vivir una semana de Pasión más.

El músico no sabía lo que transcurriría a partir de ese domingo, ni los momentos que vendrían ante los más variados paisajes, porque ni siquiera el escritor podía intuírlos. Como había oído decir a un cirial vocacional que conocía, por muchas dudas que surjan durante el año, "nunca sabremos si es Dios el que baja a Sevilla cada primavera o es el pueblo el que sube al Cielo". El escritor siempre hallaba el motivo, la manera de ver de una manera distinta el rito más antiguo que han visto las calles sevillanas, y siempre era hermoso.

Se quedó allí, paralizado, dejó de ver y sólo escuchaba a lo lejos la música de aquél que se había llevado su botella de agua en el bolsillo de la chaqueta. Y sintió que Sevilla lo encandilaba de nuevo, como cada año, en cada esquina, y que le pedía que regresara, aunque fuera una semana, a cumplir con el rito. El escenario se esfumaría, las calles cambiarían y las lluvias se llevarían la cera y el incienso, pero la primavera volvería, y entonces el escritor buscaría otra razón, y la encontraría. Y quizá fuera en ese mismo sitio, persiguiendo al músico. Pero sólo lo sabría cuando pasara un año: quedaba abierto el eterno momento de la Víspera.

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