martes, 19 de junio de 2007



Entre los gloriosos muros



Quien diseñó el teatro de la Ópera de Munich, aquel que con su esfuerzo, memoria de arquitecto y estilismo neoclásico imperante en toda Prusia, levantó los sillares de piedra de un teatro dedicado a la belleza, no pudo ser otro que un loco.
Quizá un enamorado de tiempos pasados, un espíritu optimista ante la adversidad, un ser enamorado y por ello, maldito.
Un teatro que vió nacer por vez primera los acordes hermosos del Tristán e Isolda, del tantas veces calumniado Wagner, una obra en la que la protagonista muere de amor ante el amado muerto, como sólo en los sueños de Bécquer podía ocurrir.
Y no es curioso al menos, que la misma cúpula dormida por el sopor del tiempo y del silencio, tuviera que encerrar tanta hermosura, y derrumbarse al mismo tiempo ante el horror de un hombre, que en su afán de matar, ni siquiera respeta la belleza...
El Teatro de la Ópera de Munich es un lugar desgraciado a la vez que solemne. Los aviones aliados de la Guerra más sangrienta de la Historia, arrasaron sus bóvedas de escayola, ardieron sus cortinas de terciopelo, la madera de las butacas y se derritieron los frescos con las llamas. Habiendo ardido dos veces a lo largo de su historia, volvía el templo del arte a consumirse bajo el fuego del odio entre hermanos. Volvió a pagar la belleza, lo único por lo que el ser humano merece ser alabado, el arte que se derrama del corazón, volvió a pagar por tanta falta de fe.
Muerto ya el insigne Wagner, ajeno a lo que ocurría en el teatro en el que alcanzó la gloria con su obra más tremendamente bella, por los siglos de los siglos, había pagado en sus carnes el terror de ser el músico favorito de un tirano. Un Wagner que pasa a la Historia por ser el autor de La Cabalgata de la Walkyrias, la marcha que guiaba los pies de los nazis en su destrucción de Europa, y no sin embargo, por haber compuesto uno de los amaneceres más preciosos en la Obertura de su ópera Lohengrin, cuando la música se transforma en tiempo. Injusto que se le odie por algo que ni siquiera él llegó a ver con sus propios ojos, por algo que nació del rencor y no del espíritu, como fue concebida la música allá en el principio de los tiempos.
Y un sólo testigo: la Ópera de Munich, tantas veces asolada y tantas otras levantada con la fuerza del corazón, con la ilusión de los que aún creen en los sueños, en esa utopía cultural que embriaga cada rincón que tocó el romanticismo alemán con su pluma apasionada. Un templo soberbio, frágil al mismo tiempo como la propia felicidad, pero colosal como s mensaje: lo hermoso del hombre siempre renace de sus cenizas, por mucho que queramos enterrarlo, porque las voces del alma siempre resuenan en nuestro interior esperando una oportunidad, esos momentos a los que llamamos "felicidad", que igual que se derrumban, vuelven a levantarse para hacernos morir de amor, como a la insigne Isolda, aunque sea sólo un sueño que nos deje dulces los labios y cálida el alma.

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