miércoles, 2 de julio de 2014

Testamento de verano

¿Cuántas etapas hemos cerrado y cuántas nuevas abierto? Pienso que cada vez usamos más aquello de cerrar una etapa y abrir un tiempo nuevo, y no sé si con ello somos mejores o le damos un espaldarazo a lo invertido y vivido, aunque haya salido mal.

De vez en cuando nos gusta aquello de sentir que volvemos a tener el control, y por eso nos gusta demasiado eso de recordar a todos que acabamos de cerrar una puerta. Porque Puedo. Porque quiero. Porque creo que ya era hora. Pero no te olvides de abrir la ventana, y de asegurarte de que lo que hay al otro lado es lo que quieres antes de colarte por ella.

A veces pienso si esto no va de puertas y de ventanas. Esto es una sola habitación, con muchas puertas y ventanas. Ninguna abierta de par en par pero tampoco cerrada con llave. Habrá gente que entre sin llamar y puede que se queden contigo, otras veces saldrán por la puerta, quieras tú o no. Entrarán problemas y entrará el dolor, porque quizá el dolor nunca se va de la habitación: duerme tras las paredes esperando verte caer.

Pero siempre se nos olvida entonces mirar al cielo. No en vano las lámparas más luminosas se cuelgan del techo, porque la luz siempre está arriba, esperando que la miremos para deslumbrarnos y dar claridad. La esperanza vive allá arriba, donde viven las estrellas y el sol, y cuando el dolor sale de las paredes, cuando la fatiga se filtra por el suelo, cuando la mediocridad nos cubre con un manto... Siempre está la luz.

Y esa luz se escapa también por las rendijas de las mismas puertas por las que entran los problemas, y se asoma a los alféizares de las ventanas de las decepciones, esperando darte un destello. No sé si una vez más decir que cerramos otra puerta, no sé si decir que se abre otra ventana, un tragaluz, una escotilla o un boquete en la pared mismo. Quizá esto no va de ventanas y de puertas, quizá esto va de vientos que entran y salen en esa habitación, de luz y de voces amigas y enemigas que vienen a torpedearte la cabeza y el corazón, para hacerte más fuerte o hacer que te derrumbes.

Puedes cambiar la decoración, abrir y cerrar ventanas a tu antojo, colocarte donde quieras, pero este es el espacio que tienes para sacarle el mayor partido posible. Y no olvides que hay estrellas allá arriba, y canciones que se cuelan por la ventana desde la planta de abajo. Que hay personas que entran a tomar un café, otras que pasan a dejarte un regalo inesperado y otras que vienen a arroparte cuando estás tan absorto en tu día a día que ni siquiera te das cuenta que tienes frío. Y que el frío duele.

A veces se nos olvida que respirar hondo es en sí una maravilla. O compartir una canción, o pasear escuchando el rumor de la ciudad, o picotear de un plato. Y se nos olvida que en esas cosas se nos va escapando la vida, y que cuando llegue la noche y nos paremos a pensar, abatidos, si el día ha merecido la pena... No nos acordaremos de los folios escritos, ni las labores hechas como una máquina, ni los correos enviados. Nos acordaremos de esas pequeñas cosas, y pensaremos cuál es la siguiente que queremos hacer. Y nos rendiremos al sueño... Y al despertar, a la mañana siguiente, tendremos la opción de decidir si queremos seguir abriendo puertas, cerrando ventanas, quedarnos sentados, construyendo en seco los muros de una vida que no sabemos siquiera si queremos vivir... O si, por otra parte, queremos vivir en cada una de esas pequeñas cosas, sin trazar caminos aburridos ni sentar cátedra, solo vivirlas y llenarnos poco a poco. Y peldaño a peldaño, ir trazando un mapa de pequeños momentos que puedan llevarnos a esa sonrisa que se escapa cuando el cansancio aprieta y la noche te gana en la batalla por seguir despierto.

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