miércoles, 10 de abril de 2013

Diario del Polígono: El primer paso


Los giros que da mi vida, totalmente insospechados para mí se mire por donde se mire, me obligan a abrir blogs, cerrar blogs, cambiar subtítulos, redefinir ocupaciones y cambiar una y otra vez los lugares donde trabajo o dejo de trabajar. Abro un nuevo capítulo dentro de mi segunda etapa sevillana, y por eso he pensado que qué menos que escribir un diario de mis vivencias en el que será mi nuevo lugar de trabajo, el Polígono Sur. Quizás conozcáis más las zonas que se insertan en él: las Tres mil viviendas, Las Vegas, las 800 viviendas... Un barrio sobre el que tanto se ha hablado que dudo que pueda saber nada certeramente hasta que esté dentro.

A veces no sabes lo que te regalan, no sabes lo valioso que puede ser algo hasta que lo ves con los ojos del polígono, los ojos del sur. Fuimos a visitar un colegio ayer y metimos el coche dentro del colegio, a pesar de que la zona era segura: no es lo mismo La Oliva que la lejana y degradada Las Vegas. Al entrar nos topamos con un centro educativo fantasma. No parecía que hubiese movimiento, las puertas estaban cerradas. Por fuera todo modestia, hasta que se abrieron las puertas. 


Quien nos recibía desde dentro parecía estar ya de vuelta de todo. Pero fue empezar a comentarle el proyecto y en su cara empezó a dibujarse la ilusión, esa que había perdido tras tantos desengaños, tras tantas ocasiones en que le ofrecieron una mano de ayuda y luego se la quitaron. "Lo nuestro es distinto, no tiene nada que ver", le decíamos, pero ella, escarmentada por los años, no paraba de repetirme: "tenéis que ganaros nuestra confianza". Pero ella quería seguir creyendo en el fondo: quería creer que esta era la definitiva, que en esta ocasión la cosa iba a funcionar. Hay personas que tienen una fe inagotable, sea en Dios o en la bondad del ser humano.


A su lado, dos madres. Ambas voluntarias, abren el colegio cada tarde porque los recortes han hecho que no puedan pagar un vigilante que esté por la tarde. Si no hay vigilante, no hay colegio abierto. Si no hay colegio abierto, no hay actividades extraescolares. Si no hay actividades extraescolares, los niños están tirados por las calles. 

Y qué madres... Muchas veces no tenemos tiempo para hacer nada, nos excusamos en nuestros quehaceres, nos buscamos problemas donde no los hay, nos cargamos de argumentos absurdos para decir que no podemos más. Y esas madres, que deberían ser ayudadas por voluntarios, que deberían ser el objeto de la ayuda, son ellas mismas las voluntarias. Qué coraje y que ganas de creer, de nuevo, en una vida mejor. ¿Que no se puede abrir el colegio? Yo lo abro y echo la tarde como la conserje. Todo sea por los niños. 

Nos cuentan historias de casquillos de balas encontrados en el patio del recreo y se me hiela la sangre. Me dice que no es broma, y me doy cuenta que del terror se me ha dibujado una sonrisa nerviosa en la cara. Los ojos se me van a salir, no me salen ni las palabras. ¿Es este un barrio en guerra? ¿Aunque sea en guerra contra sus circunstancias, las que les han hecho nacer en un barrio que a día de hoy sigue como un gueto? Borro la sonrisa inmediatamente y agacho la cabeza, porque no puedo ni siquiera imaginarme lo que debe sentirse al encontrar eso en el lugar donde juegan tus hijos.

Pero lo grandioso es ver cómo tiran hacia delante. Cómo sacan una vez más fuerzas de no sé dónde y te abren los brazos para que hagas lo que quieras y lleves a cabo lo que para ti es más que un sueño. Y te ofrecen un lugar donde quedarte, una sala llena de instrumentos musicales cubiertos de polvo. Y sabes que eso es más que suficiente.

Al salir, una última parada. Me entregan un sobrecito hecho con papel de revista y fiso. Dentro se ve una especie de trozo de algodón, unas hebras que no parecen ser nada más que eso. Pero nos conducen al patio: allí está el motivo y el milagro. Un precioso árbol muy raro preside el jardín en el que poco más hay. Pero el árbol es único: sus frutos son una especie de aguacates al principio que luego se transforman al explotar en auténticas pelotas de algodón del tamaño de un balón de balonmano. Lo llaman árbol de lanas o palo borracho, y tiene todo el tronco cubierto de enormes espinas. Nos cuentan que las usaban las ovejas para rascarse al pasar los rebaños. 

Vuelvo a abrir la modesta bolsa. Esa mujer no me conoce de nada y me ha regalado vida... ¡Vida! Un árbol que ahora es solo una semillita negra muy pequeña y que luego alcanza hasta 5 metros. Ella no me conoce de nada y ya me ha hecho uno de los regalos más sencillos y más especiales de mi vida. Nos despedimos y nos dirigimos al coche, pero vuelve a hablarnos en la lejanía: "Si queréis plantarlo, volved. Os acompañaremos y lo plantaremos con vosotros". En el Polígono la vida se regala a aquellos que traen esperanza. Sin miramientos, sin rencores. Parece que por mucho que venga a traerles, a partir de ahora voy a ser yo el que se lleve mucho más.

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