viernes, 25 de marzo de 2011

Érase una vez...

Érase una vez una ciudad. Enorme, colosal, llena de edificios imponentes y avenidas grandilocuentes repletas de gentes venidas de todas las partes del planeta. Su voz era la del neón y los cláxons, y entre la turba no era difícil perderse si se perdía un momento la orientación.

Un día llegaron a esa ciudad unos extraños. Llegaron con el carro cargado de sueños, de instrumentos musicales, de un prototipo de un coche que decían que podía viajar en el tiempo y desorientados. Allí, en la ciudad perdida, residía un pobre escribano que perdía la vista de tanto leer y escribir, cronista de la Villa de Madrid, que cobraba cuatro duros y no tenía hora de salida en el trabajo. Y aún cuando la tenía, se llevaba siempre trabajo a casa.

Los forasteros llegaron para alegrar sus días, pues tenían pensado tocar en un pequeño teatro de la ciudad, para salvar a unos pobres príncipes de tez oscura que malviven sin agua siquiera más allá de Gibraltar. El escribano no lo dudó, y preparó la casa, abrió las ventanas, aspiró hondo el aire contaminado de la ciudad, recogió sus libros, apagó el teléfono y se dispuso a recibirlos. Eran forasteros para todos menos para él. Un cruel terrateniente llamado Crisis había hecho al escribano partir de su ciudad natal en busca de una nueva vida y una oportunidad.

Los caballeros y las guerreras traían extrañas armas de las que la gente se burlaba. Con aquello no creían que pudieran ganar ni un primer asalto. Espadas de madera con las que tocaban el violonchelo, enormes armatostes con forma de arco a los que llamaban arpas, un aparato enorme que parecía una escalinata formado por peldaños blancos y negros, una cerbatana a la que llamaban oboe y las guitarras que las gentes de los pueblos del sur tan bien conocen. ¿Cómo iban a ganar algo con eso?

Se encerraron en un sótano, a las afueras de la ciudad y conjuraron a las musas para comenzar a trazar la estrategia. Estrategias de corcheas, señales de ataque con la cabeza, papeles con cinco líneas horizontales con un extraño código cifrado escrito sobre ellas, como un mensaje secreto. Forasteros y escribano dieron aquella noche un concierto para el recuerdo. No hubo víctimas, ni daños colaterales, ni heridos de gravedad, ni instalaciones dañadas, ni casas ardiendo ni tanques. Ejecutaron su plan, aquel que había sido truncado por cosas del destino, y ganaron la batalla. La batalla al tiempo, a la injusticia y al egoísmo de un mundo que solo hace las cosas si sabe a ciencia cierta que sacará un beneficio demostrable.

Tras la lucha feroz cargada de sonidos que embelesaron al enemigo, los forasteros volvieron a dejar al escribano solo en la ciudad de los neones. Cogieron de nuevo sus artilugios y partieron camino del sur, en espera de que el escribano pudiera ir a visitarlos algún día. El escribano siguió ganándose la vida como pudo, trabajando mucho y durmiendo poco.

De repente un sudor frío en la frente hizo despertarse al escribano, dormido sobre sus papeles en la mesa. ¿Había sido todo un sueño? Parecía tan real... Miró por la ventana: los neones seguían encendidos, estaba cayendo la noche. Miró su correspondencia, y allí encontró un aviso: unos forasteros venían en un carro cargados de artilugios sorprendentes desde el sur, y ya estaban subiendo la Plaza de España. Entonces supo que había sido una premonición, y se puso el abrigo para salirles al encuentro. Los únicos que pueden hacer que se cumplan nuestros sueños somos nosotros mismos.

2 comentarios:

Jose Lopez Suarez dijo...

siempre me ha gustao tu forma de escribir, pero cuando es algo que yo tambien he vivido me gusta mucho mas! muchas gracias por sentirte tan unido a nosotros desde la distancia, porque, aunque pasen meses, nos vemos y como si fuera ayer!molto grace miguelito! =) todo a ido de maravilla, y, tambien, gracias a ti!=)

Miguel dijo...

Lo mejor es que, si te fijas, esta entrada la escribí antes de que todo comenzara. La noche antes de que llegárais. Como luego confirmé, ya sabía que todo saldría bien, porque apostar por vosotros es apostar por el caballo ganador. Gracias a ti por esos gritos que yo no sé dar, por ese entusiasmo que nos contagias y por hacer que estos 500 kilómetros que nos separan me parezcan solo centímetros. Gracias por dejarme participar una y otra vez y por no olvidarme. Os debo muchas! :D