martes, 30 de noviembre de 2010

La felicidad se condensa en una hora

Qué fácil puede ser todo, y qué difícil lo vemos la mayor parte de las veces. No hay obstáculos insalvables, sino falta de motivación. Si el preámbulo vino en forma de arreglo de partituras, el primer acto ha sido de señales de entrada con la cabeza, de medir los seis por ocho con el brazo y de cierre de calderones con dedos que describen pequeños círculos en el aire.

De nuevo he vuelto. De nuevo por la música. De nuevo atendiendo a la llamada de Sevilla28. Mis amigos. Mi esperanza. Mi inyección de optimismo para regresar a un Madrid cada vez más gris y frío.

No es solo la música. Son las barbaridades, las canciones que salen sin pensar, las conversaciones de desahogo y aquellas que nunca tuvieron lugar, las miradas de aprobación y cuando resoplas porque ya estamos al límite pero hay que seguir adelante.

Nunca pensé que Marty McFly pudiera seguir dándome alegrías más allá de la pantalla de televisión. Estos días han sido de liarnos en telas para simular ser caballeros medievales, de intentar recrear una Nueva York grandilocuente en apenas unos metros, días de maquillaje para que no brille la cara con los focos, de laca, secador y talco para envejecer una melena rubia, de cazadoras vaqueras cortas y chalecos rojos sin mangas, de marionetas de fieltro. Días de crear y de vivir, días de soñar y de cumplir. Días de ensayos para una sola hora de euforia y semanas de nostalgia.

Voy en el tren. Sevilla hace media hora que se quedó atrás. He dejado mis recuerdos junto a una columna en la estación de Santa Justa. Los recogeré el 21 cuando vuelva. Ahora, si pienso en los buenos ratos que estoy dejando atrás, no podré seguir centrado en esta última racha, en esta cuenta atrás.

Marty McFly ha creado en mi una dependencia, me ha devuelto al Delorian y a la locura de Doc. Esa locura que nos hace creer que se puede jugar con el tiempo. Hemos vuelto a desafiar al reloj: hemos hecho en una semana el trabajo de meses. Las manecillas han jugado a nuestro favor y hemos olvidado los años y los kilómetros que nos separan para dejarnos la piel en un escenario que es escalera recta hacia la gloria que provoca el trabajo bien hecho.

Anuncian la llegada a Córdoba de mi tren. Echando la vista atrás, lo vivido parece un sueño. La niebla y la lluvia hacen más lastimera, más triste, mi partida. ¿Qué nos queda sino la ilusión por la próxima vez que nos reunamos, Sevilla28? ¿Y qué si estas son las cosas que hacen que nuestra vida tenga sentido? ¿Y qué si nuestro único beneficio es el placer de volver a tocar juntos? Entiendo que haya gente que pueda no comprenderlo, pero para mi es obvio.

No mirar la meta. Disfrutar del camino, de las risas, de las palabras susurradas, de las miradas, del guiño de un ojo, de pasarle las páginas a una amiga, de peinar a otro, de comer pizza en el suelo, e incluso de los gritos y las frustraciones. No hay una señal más clara de que estamos vivos y de que queremos seguir estándolo. Mi hermano mediano, ese con el que no comparto ni el moreno de la piel, ni la altura, ni el carácter, ni tantas otras cosas, cumple un año tomando mi relevo en un coro que siempre fue suyo. A él le debe Sevilla28 el lema de su razón de ser: "Puede que yo no viva de la música, pero os aseguro que la música me da la vida".

No me canso de daros las gracias. Pase lo que pase (Come what may), no olvidéis que os quiero, y que siempre podremos regresar al pasado para rememorar una y otra vez las alegrías de cada 27 de noviembre. La felicidad suena a oboe, a arpa, a piano y guitarra eléctrica, a bombo y violín, a guitarra española y chelo. Y se viste de bata blanca, de troglodita, de bufón, viaja en Delorian y recorre todas las épocas posibles. La felicidad se condensa en una hora. Y yo la he vivido junto a vosotros.