sábado, 8 de noviembre de 2014

Noviembre siempre es distinto

Otro noviembre y lo que ha cambiado todo, una vez más, desde el anterior. Vuelvo a estar deslumbrado por los neones de la ciudad: que a esto nunca termina uno de acostumbrarse... Madrid siempre es nueva para los que venimos 'de provincias', como dicen aquí, aunque hayas estado viviendo antes aquí.

Desde que he llegado me han venido un montón de recuerdos a la cabeza, recuerdos de otro yo, de otras circunstancias, de otra vida que sigue siendo la mía pero ya no la reconozco. Recuerdos de una brillante Glorieta de Bilbao que fue lo primero que vi al salir del metro con el edificio del Ocaso iluminado, de una calle Fuencarral en la que la mitad de los bares a los que iba ya no están allí, recuerdos de periodistas en antros de la Gran Vía, de unos granaínos y sevillanos muy pequeños tras las vallas del Viacrucis de la JMJ, de noches de sidra de barrica y de plaza tomada por las carpas de un movimiento que se difuminó en la niebla, como todos esos sueños que sueños son...

Todos aquellos recuerdos han cambiado. Todo es tan distinto en esta misma ciudad, que no sé si soy yo el que la ve distinta o es que realmente aquí lo nuestro es pasar, como decía Antonio Machado. Todos los recuerdos modificados menos uno. Aquella visión de la Glorieta de Bilbao: mi recuerdo más antiguo de la ciudad es el único que permanece inmutable.

Y por eso, entre otras cosas, estoy aquí. Porque en el fondo confío en la voluntad de esta ciudad de hacerme encontrar mi sitio, porque la necesito para volver a amar Sevilla cuando estoy cansado de ella, porque me hace sentir libre y útil en mi trabajo, porque me hace soñar a pesar de que me ponga trampas en el camino. Madrid se ha convertido en una palabra que para mí siempre ha significado cambio. Desde aquel autobús de vuelta del Espino hace tantos años ya, Madrid es un lugar de redención. Aquí vuelvo a empezar, regreso a lo que no me atrevo a ser, esa profesión que te consume y te desprecia. Pero amigos, no me imagino haciendo otra cosa que no sea este oficio.

Muchas veces nos han dicho que la labor del periodista es contar historias. Y lo es. Vamos por la calle mirando aquello en lo que tú no reparas, nos hacemos preguntas, levantamos la cabeza del móvil y observamos. Tenemos esa oscura e inquieta necesidad de que detrás de lo que todo el mundo ve tiene que haber algo más. Que la realidad solo es un trampantojo, y detrás de él se encuentra un festín de detalles que cuentan historias de vidas vividas al límite, de antepasados olvidados que fueron sobresalientes y de lugares que esconden secretos hermosos.

Ser periodista es ser tus ojos, tus oídos, tu olfato, tu tacto y tu gusto. Imaginaos la complicación de tener que ser todo eso y solo tener las palabras para transmitirlo. Una buena periodista, de esas que llevan años esperando un contrato que nunca llega y aún así no se rinde, me dijo una vez que tenía que llevaros a esos lugares en los que solo yo he tenido el privilegio de estar. Y tenía razón. Puedo presumir de haber estado dentro de los archivos de la Biblioteca Nacional, de haber cogido con mis manos el stradivarius único en el mundo de Sarasate, de haber esquivado las ratas entre las chabolas, de haberme metido en las casas okupas y haber desayunado con directores de cine, músicos internacionales, de haberme sentado con Barenboim a charlar en el ruedo de la Plaza de Toros de Ronda...

Porque mientras me esforzaba en contaros múltiples historias, sin querer iba escribiendo la mía. Una historia que siempre he querido que sea la de una mente inquieta aunque a veces me haya conformado; de una persona luchadora aunque a veces me haya rendido; de un eterno estudiante aunque a veces me haya creído que venía de vuelta de todo. La verdad es que no sé cuánto estaré aquí, no creo que sea para siempre. Pero lo que sé es que este es mi momento, y que el lugar de ese momento solo puede ser Madrid.

En esta ciudad demasiado grande para ser vivida soy solo una pulga, uno de millones. Aquí todo se difumina y cualquier logro revestido de proeza es solo una anécdota. Aquí no está la calma de las calles estrechas ni hay bares perfumados de rasgueo de guitarra, ni hay macetas sobre paredes blancas... Esto es la gran ciudad, la que sigue pudiendo conmigo, porque no quiere querer a nadie del todo porque sabe que acabará dejándola una vez más. Como la mayoría de los que viven aquí. Por eso quizá nunca terminas de sentirte a gusto, como en casa. Porque a Madrid le han roto tantas veces el corazón que ha dejado de creer.

Lo que sí sé es que iremos poco a poco, que aquí tengo pilares en los que apoyarme y seguir adelante, que los jefes -esos que para muchos son los que nos ponen los grilletes-, gracias al cielo, son los primeros que se encargan de recordarme que están ahí y que no me rinda. Curiosamente, todos mis jefes son vascos, esos que presumen de fortaleza y se les acusa de frialdad. Esos que un día me dijeron "adelante" y me pusieron los retos, uno a uno, de ir haciéndome mejor a base de golpes, de horarios infernales y de carreras pateándome la ciudad. Los que me hicieron correr delante de la policía y hacer guardias de ocho horas en Sol, pero también los que me mandaron a La Palma y a Londres, los que me dejaron hablar de flamenco y orquestas, los que me metieron caña y vieron en mi esfuerzo que podía llegar a portada. Y llegué.

Madrid es una de cal y una de arena. Y también me recuerda, en esos ratos que estoy solo en casa, lo que es importante y lo que no. Lo que echo de menos y lo que no, la gente que me falta y la que no. Madrid es la ciudad justa y necesaria para tomar perspectiva y, como he dicho, volver a empezar. Muchos están aquí conmigo, aunque no sea físicamente, y yo que lo agradezco. Mi casa nunca está sola, porque en cada recuerdo en el silencio, vive una parte de mí que me dejé en alguna otra parte, en otra persona, en otro momento. Y cada uno de vosotros hace que esté hoy aquí, soñando, valiente, infatigable y decidido, como me dijísteis tantas veces. Ya era hora de haceros caso.