domingo, 24 de julio de 2011

Palabras robadas al tiempo

Llegan dos autobuses y empiezan a bajar chicos vestidos de rojo, caras familiares. Solo tenemos tres horas mermadas por un viaje interrumpido y una agenda infranqueable. Solo quedan minutos entre vaguedades y torpezas que nos hacen perder tiempo. Estas son conversaciones fragmentadas, frases rotas, desgajadas, robadas al tiempo y ganadas para la memoria.


En la puerta

Marta ha tenido esta vez más complicaciones que de costumbre. El cargo de acompañante no es cualquier cosa y siempre supone un reto que te hace pensar si valdrás o no para esto. Es un salto de madurez.

- Invítame a un cigarro, anda.

Ha vuelto la Marta de siempre, pero con algo distinto. Sabe que ha pasado la prueba y eso siempre da un subidón. Sin más compañía que el chunda chunda de los coches que paran en el semáforo, comienza la puesta al día y la calle de Aluche se transforma, por el tiempo que tarda en consumirse un cigarro, en la esquina de La Espumosa de Sevilla.


En el atrio


Prometió que nunca más volvería, pero volvió. Quizá para romper para siempre la maldición de este viaje de la segunda semana de julio, para olvidar los momentos de incomprensión y los jarros de agua fría.

- ¿Cuando vienes a Sevilla?- pregunta mientras nos abrazamos en una bienvenida demasiado postergada.

- Como mínimo no bajaré hasta septiembre. A ver si puedo bajarme algún finde de agosto, pero no sé.

- Tengo ganas de que salgamos todos- confiesa entre nostálgica e inocente.

Es LA voz, la voz que mi memoria retiene como bastión de la etapa gloriosa del coro que no quiero que acabe nunca. Este año hay demasiadas bajas en este Espino, y eso te hace sentirte mayor. El abrazo se acaba, aunque me resisto un poco y ella me sigue un poco el rollo por un segundo, luego quedan las sonrisas y la pregunta de si el próximo encuentro estará cerca o no. El periodismo no entiende de amigos ni de familia, solo quiere exprimirte hasta que te consagres a él en cuerpo y alma.


En la escalera

Juan no sabía que yo estaría allí, ni yo sabía que él bajaría del autobús. La sorpresa es mutua y no puedo evitar un grito de sorpresa.

- ¡Has venido!- digo en una afirmación tan obvia que resulta estúpida. Pero es que cuando los sentimientos toman las riendas de tu conciencia, la cabeza deja de funcionar.

- ¿Qué dise, cabesa?- contesta como siempre, como solo él contesta, con ese descaro maravilloso (sigues siendo Maravilla, por los siglos de los siglos), mientras me fijo en su pelo y él en mi barba, demasiado largos ambos. La conversación sigue pendiente, quizá la próxima vez. Es fantástico tener una razón, sea cual sea, para volver a verlo. Sea donde sea y con el motivo que sea, se producirá, porque aunque pasen los meses, al final se alinean los planetas. Y entonces llega esa conversación hasta que amanece o en una cafetería a primera hora de la mañana. Y vuelve a girar la rueda de esta relación cíclica, en la que siempre fijamos un próximo abrazo que no tiene fecha.


En el pasillo

- Oye, a ver si encuentro un momento, que te quiero presentar a Marta- me dice mi hermano mientras avanza entre la multitud abriéndose paso con la funda de su guitarra.

- Eso, que tengo que darle la bienvenida a la familia- contesto en una broma que no es tan broma.

Es emocionante ese momento en el que tu hermano pequeño te presenta a su novia, esa a la que solo conoces por fotos, pero de la que has oído hablar mil veces. La busca con la mirada y la encuentra tres filas por delante de nosotros. También es emocionante poder verlo a él, aunque solo sea unos minutos, en esta ciudad que dice acoger a todo el mundo pero a la que no pertenece nadie. Ciudad de paso, cruce de caminos. Dice que volverá en agosto. Habrá que verlo. Yo ya voy mirando fechas. La casa a veces se hace enorme, aunque solo tenga 40 metros cuadrados...


En la acera

El autobús se despide y te preguntas si podrías cometer una locura, meterte en él y volar a Sevilla, regresar a esa casa que no pisas desde hace tres meses. Pero la puerta se cierra y, una vez más, te quedas en la acera, mirando como un idiota, con la lagrimilla puñetera asomando por el ojo derecho, queriendo salir. Desde las ventanas, se despiden de ti los recuerdos y solo te quedan esas conversaciones robadas al tiempo. La gente se va retirando y vuelven, poco a poco, a sus vidas. Yo no puedo. Mi vida, la que me ha hecho lo que soy y la que me hace sonreír, se ha ido en el autobús que acaba de partir.