lunes, 28 de marzo de 2011

Orgullo


No suelo utilizar la palabra "orgullo" a la ligera, me parece pesada, cargada de significado y tremendamente poderosa. Es una palabra compleja que implica una vinculación estrecha con la gente a la que se dedica. Pero hoy puedo decir que tengo orgullo, orgullo de mi gente, esa que ha venido hasta Madrid para hacer realidad un proyecto de locos.

Hoy estoy orgulloso, y por eso hoy cuando he llegado al periódico lo he hecho con una sonrisa y algunos dicen que me han visto hasta moreno. Otros pensaban que me había ido a Sevilla, por aquello de que siempre que voy a mi tierra vuelvo con otra cara. Pero no, es Sevilla la que ha venido a mi, cargada de esperanza.

La anterior entrada la escribí antes de que cualquiera de mis amigos pisara siquiera esta tierra, pero ya sabía que todo saldría bien, que todo sería un éxito. El éxito se debe principalmente a que ha sido el mejor concierto que hemos dado nunca, a que salimos al escenario sin acordarnos de vergüenzas ni de miedos. Salimos confiando en nuestras sobradas posibilidades y en nuestro buen hacer. Pocos se atreven a hacer lo que hemos hecho nosotros, lanzarnos ante un público que no conocemos siendo menos que amateurs. Amateurs en interpretación, en los circuitos de los grandes conciertos, en el concepto "gira" de por sí, pero auténticos maestros de la improvisación, del pensar en un segundo y actuar al siguiente. Expertos en lo único que no se puede ser experto, porque cada vez es distinto.

Expertos en sonreir, en superar los problemas, en olvidar los malos ratos, en salir adelante. Expertos en ser nosotros mismos, tan distintos, cada uno de su padre y de su madre, unos que no abren la boca y otros que no paran de hablar, unos actores, otros técnicos y otros músicos; unos de ciencias y otros de letras... y todos enamorados completamente de lo que hacen, porque la vida es vivirla y nada más.

La música es vida en sí misma, y quien no lo sepa es que no la ha probado de verdad. Y esto que hacemos nosotros es dar un grito en forma de acorde, de construcción polifónica y agitar los corazones para que se sientan despiertos. Creer en Sevilla28 es creer en la vida misma, y formar parte de ella es un privilegio que nos hace afortunados.

Como dice Jose, esto es un milagro. Que hayamos coincidido todos en una misma época, en un mismo lugar, y que hayamos llegado no solo a conocernos, sino que nos hayamos hecho amigos y que nos hayamos aventurado a hacer posible este prodigio, es casi una maniobra estratégica del destino. Hacemos cosas grandes, pero haremos cosas enormes, porque aunque nos bajemos del escenario, no nos quitamos el disfraz ni la careta, porque nunca nos la pusimos para subirnos a las tablas. Somos los mismos: nosotros en estado puro. Nada más.

Gracias a los que nos han traido hasta aquí, a los que nos impulsaron, a nuestro grupo de 'grupies' que ya son fans de lo que hacemos, a los que nos abren las puertas de su casa para que hagamos realidad una vez más este sueño. No veo el momento de volver a veros, sea en el escenario, en la 'navecita industrial', en el bar o en cualquier esquina de Sevilla o de Madrid. Sois un pequeño trocito de cielo que no solo puedo tocar, sino abrazar y besar. Sois mis vacaciones y mi respiro. Sois aire fresco en mis pulmones, y por eso os necesito para sentirme vivo.

viernes, 25 de marzo de 2011

Érase una vez...

Érase una vez una ciudad. Enorme, colosal, llena de edificios imponentes y avenidas grandilocuentes repletas de gentes venidas de todas las partes del planeta. Su voz era la del neón y los cláxons, y entre la turba no era difícil perderse si se perdía un momento la orientación.

Un día llegaron a esa ciudad unos extraños. Llegaron con el carro cargado de sueños, de instrumentos musicales, de un prototipo de un coche que decían que podía viajar en el tiempo y desorientados. Allí, en la ciudad perdida, residía un pobre escribano que perdía la vista de tanto leer y escribir, cronista de la Villa de Madrid, que cobraba cuatro duros y no tenía hora de salida en el trabajo. Y aún cuando la tenía, se llevaba siempre trabajo a casa.

Los forasteros llegaron para alegrar sus días, pues tenían pensado tocar en un pequeño teatro de la ciudad, para salvar a unos pobres príncipes de tez oscura que malviven sin agua siquiera más allá de Gibraltar. El escribano no lo dudó, y preparó la casa, abrió las ventanas, aspiró hondo el aire contaminado de la ciudad, recogió sus libros, apagó el teléfono y se dispuso a recibirlos. Eran forasteros para todos menos para él. Un cruel terrateniente llamado Crisis había hecho al escribano partir de su ciudad natal en busca de una nueva vida y una oportunidad.

Los caballeros y las guerreras traían extrañas armas de las que la gente se burlaba. Con aquello no creían que pudieran ganar ni un primer asalto. Espadas de madera con las que tocaban el violonchelo, enormes armatostes con forma de arco a los que llamaban arpas, un aparato enorme que parecía una escalinata formado por peldaños blancos y negros, una cerbatana a la que llamaban oboe y las guitarras que las gentes de los pueblos del sur tan bien conocen. ¿Cómo iban a ganar algo con eso?

Se encerraron en un sótano, a las afueras de la ciudad y conjuraron a las musas para comenzar a trazar la estrategia. Estrategias de corcheas, señales de ataque con la cabeza, papeles con cinco líneas horizontales con un extraño código cifrado escrito sobre ellas, como un mensaje secreto. Forasteros y escribano dieron aquella noche un concierto para el recuerdo. No hubo víctimas, ni daños colaterales, ni heridos de gravedad, ni instalaciones dañadas, ni casas ardiendo ni tanques. Ejecutaron su plan, aquel que había sido truncado por cosas del destino, y ganaron la batalla. La batalla al tiempo, a la injusticia y al egoísmo de un mundo que solo hace las cosas si sabe a ciencia cierta que sacará un beneficio demostrable.

Tras la lucha feroz cargada de sonidos que embelesaron al enemigo, los forasteros volvieron a dejar al escribano solo en la ciudad de los neones. Cogieron de nuevo sus artilugios y partieron camino del sur, en espera de que el escribano pudiera ir a visitarlos algún día. El escribano siguió ganándose la vida como pudo, trabajando mucho y durmiendo poco.

De repente un sudor frío en la frente hizo despertarse al escribano, dormido sobre sus papeles en la mesa. ¿Había sido todo un sueño? Parecía tan real... Miró por la ventana: los neones seguían encendidos, estaba cayendo la noche. Miró su correspondencia, y allí encontró un aviso: unos forasteros venían en un carro cargados de artilugios sorprendentes desde el sur, y ya estaban subiendo la Plaza de España. Entonces supo que había sido una premonición, y se puso el abrigo para salirles al encuentro. Los únicos que pueden hacer que se cumplan nuestros sueños somos nosotros mismos.

miércoles, 9 de marzo de 2011

El día que encontraron a Austin

FOTO:ABC

Cuando la noticia llegó a la redacción en forma de teletipo, se nos cayó el alma a los pies. La mañana que apareciste, Austin, en la sección de Madrid se nos fue algo contigo. Solo conocíamos de tí lo que nos habían contado tus amigos, tu padre, tus profesores y el personal de la Embajada estadounidense. Solo te habíamos visto a través de las fotos que tapizaban las paredes de Madrid. Y sin embargo, por aquello de que el periodista hay veces que no puede evitar implicarse, cada día nos preguntábamos entre nosotros dónde estarías, si seguirías vivo, cuánto faltaría para encontrarte. Hasta que te encontraron.

Apareciste en la peor visión que he tenido desde que trabajo en Local. Con tu cuerpo macilento, sumergido, inmóvil y con una mano en alto, con los dedos crispados, que creo que no podré olvidar en mi vida. Esa mano que sale de la ciénaga del Manzanares es la señal del sufrimiento de esa noche, cuando caíste de espaldas al río, sin poder agarrarte a las paredes de piedra que te alejaban de la salvación.

El hallazgo de tu cuerpo sin vida nos hizo correr, gritar, ser más rápidos que la competencia, y sentirnos dolidos al mismo tiempo. Vimos el levantamiento de tu cadáver en silencio, intentando guardar el difícil respeto que se puede tener en una bulliciosa redacción. Te vimos como nunca quisimos haberte visto, pero asumimos que estábamos trabajando. Vimos cómo te elevaban desde el río, ese río en el que, a nuestro pesar, siempre intuímos que estabas.

Dimos el pésame a tus amigos y a la embajada por teléfono, hablamos con tu profesor de la Carlos III, donde estudiabas. Y al llegar a casa, cuando cerramos la puerta, y cada uno de los periodistas que habíamos seguido tu caso en estos 12 días pudimos tomar asiento en el silencio de nuestra habitación, sentimos que algo terrible había pasado. Nos echamos a dormir, exhaustos, con un dolor que no entendemos, y despertándonos a cada rato dándonos cuenta que el río se había llevado tus sueños para siempre. San Diego te espera, y seguro sabrá darte una tierra amiga en la que descansar. Nosotros nos quedamos con tu recuerdo y aquellos momentos de esperanza, en los que intentamos de todas las formas posibles encontrarte en las calles y no en la muerte segura de la madrugada.

Los periodistas tenemos corazón. Pero hay veces que tienes que morderte los labios para no aullar por el horror, las escenas dantescas y las desgracias. No creo que se me olvide tu mano, Austin. Nadie pudo tirar de ella y rescatarte.