sábado, 24 de julio de 2010

Viernes Santo (en pleno julio)

Esta es la noche que viví año tras año. Es la noche de lo sacro, de la transfiguración, la noche en la que lo casi sacrílego se convierte en un acto de comunión simbólica. Esta es la noche de Viernes Santo que vivimos cada año. Cada verano, el cielo se rasga después de un día de silencio, y todo sonido posible se esconde en una iglesia gótica de los campos de Castilla.

Viernes Santo porque no hay fecha en el calendario que te diga que el de abril es más santo que este en el que yo no estoy, en pleno julio. Tampoco me importa que no esté en la campiña burgalesa, y que esté en pleno centro de Madrid. Desde la capital no se ve ni un girasol, de esos que alfombran el camino al Sobrón. Aquí no hay trigales ni avenidas de castaños, ni un frontón en el que, paradójicamente, las únicas pelotas que botan son de fútbol.

Esta noche, ahora que es madrugada cerrada y que yo acabo volver de la calle bulliciosa, de subir San Bernardo desde la profana Gran Vía, he pensado que no hace falta estar, pero que me gustaría. Es obvio que, en pocos días, escucharé las historias de aquellos que fueron mis compañeros de viaje, y que ahora son los de las idas y venidas, mientras yo, aún abrumado por la rapidez con la que consume los días esta gran ciudad, siempre permanezco.

Son casi las 4.30 de la mañana, y el cielo que aquí sólo trae nubes, estará estrellado en el Monasterio. Me quedo con los recuerdos de años pasados, en especial con los del último, con esa noche mística de compartir cantorales y velas, de improvisar sobre la marcha versiones sobre melodías que conocemos ya de memoria. En este momento, enciendo una vela, mirando al Norte, y pido por los que allí estáis. Yo estoy en Madrid, haciendo lo que tengo que hacer, y vosotros en el Espino, haciendo lo que tenéis que hacer.

Os mando un abrazo nostálgico desde esta, mi noche de Viernes Santo. Rezaré solo un momento, hace meses que no lo hago, pero no creo que se me haya olvidado. Si esta noche Dejo en tu cruz algo, que sean mis dudas y mi facilidad para olvidar todo lo bueno que me ha sucedido y me está sucediendo. Hasta aquí mi plegaria.

martes, 13 de julio de 2010

Donde empezaron los sueños de Iker


Buscar una nueva visión, arriesgar, apostar por una nueva concepción de la realidad. Eso es lo que hice, y por eso me fui con Ana Marcos a Navalacruz (Ávila), la tarde en la que España vibraba para alcanzar la gloria. Sólo 200 habitantes, y la mitad de ellos se apellidan Casillas, porque es el pueblo del que viene la familia de Iker, nuestro portero.

Iker es uno más, el pequeño al que veían jugar por las empinadas calles del pueblo. Aquí forjó sus sueños, y por eso regresó cuando era un veinteañero para levantar un campus increíble para enseñar a los chavales a jugar el buen fútbol que a él lo ha llevado a lo más alto. En la plaza de Navalacruz, todos están repletos de orgullo, porque Iker es para sentirse orgulloso. No ha sido pretencioso, ni ha olvidado al pueblo, ni a su abuela. La matriarca habita en una casa de enormes piedras en una de las pocas calles del pueblo, y con 80 años, está en Madrid esperando ver a su nieto levantar la Copa dorada, la que le dice que el esfuerzo vale más que los millones, y que no hacen falta CR9s ni patadas en el pecho, ni manos que meten goles: sólo manos que los paran.

En este pequeño pueblo de Ávila, Ana y yo hemos visto tocar el cielo a esta España que nos ha hecho olvidarnos de la crisis y de las penas en una noche mágica, que ha dejado a un lado las banderas con águilas bicéfalas y bandas lilas. España es sólo España, y el rojo el color de sus ilusiones. Iker es el ejemplo emocionante, sus lágrimas son las mías, las de Navalacruz, las de todo el país, las del mundo. En sus manos doloridas y agrietadas por los guantes está el esfuerzo de un pueblo por ilusionarse a pesar de que no se llegue a fin de mes. Su sonrisa es la sonrisa más sincera, la que premia al humilde, a ese Andrés al que le da vergüenza hablar, a pesar de ser uno de los mejores del mundo. España no entiende de egos: sólo de aprender de esos errores que tantas veces nos han dejado fuera de la gloria, a las puertas del cielo.

En Navalacruz ví esa noche el triunfo de la selección, y viví con sus habitantes y con Ana la explosión de júbilo que se siente cuando el mundo se detiene para contemplar la gloria. La gloria de los que luchan, la gloria de los que nunca se dieron por vencidos. Aquí os dejo la crónica. En la foto estoy yo, y Ana se esconde a mi izquierda detrás de un hombre. Testigos de la gloria de Iker donde todo empezó, donde su mano rozó por primera vez la tersa piel del balón.

Campeones, justos y merecidos Campeones del Mundo...

domingo, 11 de julio de 2010

Comienza la verdadera aventura

De nuevo ejerciendo, de nuevo becario, de nuevo Cultura. Esta vez en El País, escribiendo para toda España, y para los que leen la web desde todas las partes del mundo. Aquí ya no nos andamos con tonterías, hablamos de un periódico, no de las prácticas que no leía nadie que llevo haciendo seis meses. Llega el reto, y un país completo juzgándome, deseando ver un patinazo para decirte lo inútil que eres y que los periodistas no tenemos ni idea de nada. No se dará la ocasión. Escriba en Cultura, Gente o Tendencias, para la web o para el papel.

Aquí os dejo el primer fragmento publicado el pasado jueves. Para leerlo en su sitio original, aquí.

El judío que ganó con su música al olvido

La obsesión de Gustav Mahler por convertir cada concierto en una liturgia a la que se asiste en silencio, le procuró enemigos en los palcos del Teatro de la Ópera vienés. Para la sociedad austriaca ir al teatro era en la época más una excusa para ver a los conocidos y hablar, que para presenciar el concierto.

Mahler solía decir: "Soy tres veces extranjero: un bohemio entre austríacos; un austríaco entre alemanes, y un judío ante el mundo". Tuvo que soportar las críticas de una alta sociedad vienesa que nunca aceptó su pasado -cuando entró a dirigir la Filarmónica de Viena, una de las condiciones que le pusieron fue la de abrazar la fe católica, algo que para el músico fue "un cambio de vestido", según el testimonio de uno de sus conocidos-, y acabó dimitiendo en 1907 para emigrar a Nueva York. En Viena dejó la que fue considerada la mejor orquesta del mundo gracias a su firme dirección y a su estudio riguroso de las partituras para ajustarse lo más fielmente posible a las intenciones del autor.

Nunca olvidó Viena, y a pesar del dolor que le transmitía -en ella vio morir a todos sus hijos, lo que le inspiró para componer las Kindertotenlieder (Canciones a los niños muertos)- quiso acabar sus días en la capital austriaca. Ni siquiera Hitler, que quitó su nombre de la calle vienesa que le dedicaron para rotularla con el nombre de una ópera de Wagner, Los maestros cantores, consiguió enturbiar su memoria. Hitler, a pesar de que no fue contemporáneo de ninguno de los dos compositores, influyó en la imagen posterior de ambos músicos. Colmó de honores al compositor alemán y utilizó su obra como música propagandística de sus conquistas, mientras que hacía todo lo posible por relegar a Mahler -al que odiaba por ser judío- al olvido. Una paradoja, ya que fue el propio Mahler el que se olvidó del antisemitismo que se traduce de los textos de Wagner, para empaparse de su música. Su obra musical a partir de la Tercera Sinfonía está inspirada por el lirismo cromático de la wagneriana Tristán e Isolda.

El cine también se encargó de perpetuar su legado: es el adagietto de su Quinta Sinfonía la que protagoniza el final de Muerte en Venecia, de Lucchino Visconti. 150 años después de su nacimiento y casi un siglo después de su muerte, Mahler sigue siendo uno de los músicos más interpretados del mundo.



Y aquí, lo que publiqué en el periódico y en la web en la sección de Gente. Espero que os gusten.




Deseadme suerte, compañeros.