domingo, 28 de febrero de 2010

Crónica de un puente a la inversa

Es extraño hacer un puente a la inversa, sobre todo cuando para mí no es puente. Cuando la mayoría de la gente emigra de sus ciudades andaluzas a las playas o a otras comunidades, yo vengo de los madriles, a pesar de que no tengo fiesta, a cumplir con mis obligaciones y a reencontrarme con lo querido.

Quizá esta última semana no ha sido la mejor de las que llevo en Madrid. Ha sido una semana triste, opaca, llena de lluvia, de malas caras. Se me viene el mundo encima con demasiada facilidad últimamente, y la soledad al principio divertida y cómoda (por aquello de la novedad, supongo), ahora se convierte en un potenciador del desarraigo y la nostalgia.

Mi puente no puente empezó el jueves por la noche. Como una sorpresa inesperada mi hermano granaíno llegó pasada la medianoche a mi casa. Inauguró el sofá cama y por primera vez escuché una voz que me decía 'Buenas noches' desde el otro lado del salón. Despertarme por la noche y escuchar al otro lado de la sala una respiración es probablemente una de las cosas más reconfortantes desde que llegué a Madrid. Y al amanecer y partir a la escuela, que alguien te despida con una sonrisa y un choque de manos. Qué poco cuesta a veces volver a ser feliz...

Llego a mi Sevilla, y mi hermano y mi 'otro' hermano (porque tal y como tratas a mi hermano de sangre y como me tratas a mí, no sé me ocurre otra forma de llamarte) me sacan a la calle. Cervecita y un rato de alivio después de un día frenético de viajes y clases duras, que me devuelve el aliento antes de una boda para la que quedan horas.

Amanece y me pongo de señorito sevillano (qué de tiempo) de traje azul marino y mocasines. Me voy con mi arpa celta, de funda verde esperanza, y vuelvo a la Música (¿Cómo puedo vivir sin ella en Madrid? ¿Cómo puedo sobrevivir sin este coro que saca lo mejor de mí?). El oboe de Jose y mi arpa dormida por semanas vuelven a la acción, y como si fuera ayer esa última vez, suena tan bien que nadie nota que no ha habido ensayos. Hemos llegado a una altura en la que el piano de Mari Ro, las guitarras de Lucho y mi hermano, el oboe de Jose y mi arpa ya tienen vida propia. Creo que nuestro mayor logro es esa comunicación, esa camaradería implícita que logramos un dia y que ya no se nos va.

Y salgo de la boda, y el sueño me puede. El abrazo de Jose me devuelve por un momento a la realidad: todo el mundo se escapa de Sevilla en este puente. Se marcha pero no lo quiero pensar... con Lucho en Graná y muchos en Madrid, cada vez me quedan menos en esta Sevilla mía. La tarde pasa entre sueño y sueño, durmiendo en mi añorado sillón rojo. Pasan las horas y este sábado reservado a Isa parece irse a pique. Isa no llama y yo cada vez me pongo más triste, aunque no quiera.

A las 12 de la noche salgo. Isa ha llamado una hora antes para decirme que sí que quedamos. Aprovecho las 3 horas que estoy con ella como si fueran las últimas de mi vida, con una única copa, porque no hace falta más. Y no callo. A la mañana siguiente he quedado con Emilio: disfruto de las calles en mi bici, de los sonidos (en esta ciudad sobra el iPod), arranco una naranja de un árbol sólo por el placer de olerla, y camino por el Puente de Triana sintiendo la brisa del Guadalquivir, que se desborda porque quiere besar a esta ciudad eterna. Y mientras espero a Emilio veo de lejos a la Estrella, hermosa, entrando en su capilla con una banda clamorosa. El tópico más típico en el Altozano me clava un dardo de felicidad en la retina. Y llega Emilio y tampoco callo durante otras tres horas tomando cervecita al sol de la calle San Jorge. Dios, no sabía lo mucho que echaba de menos a este periodista genial hasta que lo he despedido aguantándome las lágrimas. Y llega la tarde, y muchas más horas sentado en la calle Betis bajo la lluvia con un café con mis vecinas, esas a las que no he podido sustituír en los madriles, porque allí no existe nadie como ellas. El fin de semana sólo ha ido a más y más. La música, los paseos en bici, el paisaje, la suave lluvia que acaricia tu pelo, las risas, los ojos en los que resplandece el sol del mediodía, los abrazos fuertes que te envuelven... y todo en esta fiesta inmensa de mi tierra, esa que me enamora y me castiga para que cuando vuelva a Madrid nunca olvide de dónde vengo y por qué amo la ciudad en la que vive mi alma.


Allá donde vivo ahora Andalucía no es más que un conjunto de playas, una tierra que siempre está en fiesta llena de holgazanes y graciosos, catetos e incultos, borrachos y pendencieros, la caspa de España de flamenca de plástico y toro de Osborne sobre el televisor.

Y hoy me siento profundamente orgulloso de saber que lo que piensan más allá de Despeñaperros poco me importa. La alegría del día de mi comunidad me ha hecho disfrutar de este puente que para mi no es puente, porque en la capital no entienden lo hermoso que es sentirse andaluz. Aunque este puente haya sido a la inversa, porque he vuelto a la tierra... aunque mañana yo trabaje, mañana sí que será fiesta en mi corazón.

jueves, 18 de febrero de 2010

Diario de Madrid_ Bello Danubio Azul


Hoy me he llevado una tremenda sorpresa al cambiar de línea en la céntrica estación de Alonso Martínez. Hacía mucho que no me bajaba solo en esta estación, últimamente siempre me han acompañado María, Fabrizio o Javier. Pero hoy los horarios se han roto definitivamente y cada uno ha tirado para casa a la hora que le ha venido en gana.

Agotado, subía yo la escalera tras recorrer el andén, cuando entre el gentío y sus claqueteos subiendo escalones, señal irritante del compás arrítmico de esta ciudad, escucho un rumor de orquesta. Se escucha música sinfónica desde el pasillo superior, y aligero el paso para contemplar con mis propios ojos a qué se debe esta ilusión. He de decir que desde hace semanas mi escasa relación con la música me está desquiciando. Redoblo con los nudillos compases de bulerías y malagueñas en las sillas de la clase, sobre el metal de las taquillas, tintineo con las uñas en las barras del vagón de metro y, cuando estoy sentado en un bar, me descubro a mí mismo tocando el piano sobre el mantel, traicionado por mi inconsciente de la manera más ingenua.

Pero, volviendo a Alonso Martínez, aún me hallaba yo apretando el paso para llegar a la parte superior del túnel, cuando entre la muchedumbre escucho la lejana melodía de un violín acompañando a una orquesta grabada. Me traslado de repente, eufórico como nunca me ha sucedido con esta pieza, a las salas de conciertos que ya no tengo tiempo de pisar, a las salas de los teatros, a la terraza verde y nogal del Maestranza. Y a pesar de que el rumano moreno que toca el violín no es Paganini, es como si tocara sólo para mí, como si se hubiese detenido el tiempo mientras decenas de personas me adelantan y me empujan en el descansillo abarrotado.

Nadie se para a mirarlo, mientras el Bello Danubio Azul, de obstinatos clamorosos y accelerandos emocionantes, discurre como una reina enjoyada y soberbia por los túneles de Alonso. Tengo ganas de bailar, a pesar de que nunca en mi vida he intentado un vals, se me van los pies con la orquesta de ese pequeño reproductor atado con cuerda a un altavoz portátil.

Con la respiración agitada me monto en la escalera mecánica para subir hasta la línea 4, y se aleja la música. El Bello Danubio Azul, glorioso y revelador, como envuelto en un halo de misterio, va alejándose sin dejar de acelerar, se diluye en el túnel mientras me voy, y todo queda en silencio, como si todo hubiese sido un sueño... Y me despierto. Y vuelvo a estar en Alonso Martínez, con mi maleta llena de periódicos y la cara de idiota del que acaba de percibir un pellizquito de gloria.

martes, 16 de febrero de 2010

Tocado


Vivir prácticamente en el recinto de la Escuela es, cuando llevas un tiempo experimentándolo, algo agotador. Por la mañana no me da tiempo a pararme a desayunar tranquilamente, porque el frío me hace acurrucarme entre las sábanas hasta justo la hora límite para no llegar tarde, y por la noche, tras un trecho en metro hasta San Bernardo y una cena rápida, contactar con mi tierra a través de esta pantalla me hace caer rendido en la cama sin apenas despegar las pastas del libro que llevo semanas intentando leer.

Hoy es un día más gris de lo normal. Ha nevado hasta el mediodía, y más tarde ha comenzado a llover, alternando el agua pura con el aguanieve, ese que cala los huesos aunque no lo parezca. En las calles las placas de hielo nos han impedido disfrutar del escaso paseo que hay de la Escuela a la boca de metro, y las clases hoy han sido tremendamente desesperanzadoras.

¿Será que hoy, por fín, nos hemos dado cuenta de la dureza de la vida que nos espera? ¿En qué clase de vida me he metido por conseguir un sueño? Si algo no dudo es que ni quiero dar marcha atrás ni voy a hacerlo. La nieve, blanca sobre un paisaje de cielos encapotados y calles grises, sobre las chimeneas, esos vigías arrogantes de la glorieta cuando nadie mira, que cuchichean entre ellos, y llevan los malos recuerdos a nuestros oídos cuando nos trapasa ese viento helado que nada bueno trae.

Tocado pero no hundido me voy a la cama. Los días grises que pasas en aulas grises mientras afuera el cielo te brinda un cielo de grises nubes son para hacer borrón y cuenta nueva.

Y por eso y para que veáis que la luz está ahí siempre, ha salido el sol hacia las nueve (sí, cuando ya ha caído profunda la noche), allá por Bilbao, la glorieta de la fuente con forma de barcaza marinera. Y he recibido el mensaje perfecto en el momento perfecto, y he tomado la cerveza perfecta con la compañía perfecta, y he visto la película perfecta con la moraleja perfecta... y he cerrado el paraguas y me ha dejado de importar la lluvia, porque al mojarme se ha llevado de mí los pesares, que he visto caer, metálicos como cadenas, por las alcantarillas discretas de Fuencarral.

Me coso la herida abierta del día con hilo fuerte que me recuerde en un futuro que no estoy ya para tonterías, y que si me puede la vida, soy yo el único que tiene la posibilidad de arreglarlo.

sábado, 6 de febrero de 2010

Calle de Sevilla

Desde que llegué a Madrid siempre me había seducido la idea de acercarme hasta la Calle Sevilla. Una calle no demasiado larga ni demasiado importante. Una calle que lleva el nombre de esa tierra tan bonita en la que ahora me encuentro.

El día que la profesora de local nos encargó hacer una noticia para su sección, rebuscando entre mis opciones en una ciudad que aún no domino, encontré una presentación de una exposición de fotografía en blanco y negro del artista Ricky Dávila. El lugar: el Círculo de Bellas Artes de Madrid. La excusa perfecta para acercarme a la calle que lleva el nombre de mi ciudad.

Tras la rueda de prensa de la que me traigo el catálogo encuadernado de la exposición, me voy acercando al metro de Sevilla. Y por primera vez encuentro un Starbucks magnífico con unas vistas que dan de frente a la Calle Sevilla. Hace meses que estas cafeterías están prohibidas por el prohibitivo precio de su café, pero hoy es una ocasión especial. Por fin puedo relajarme desde que llegué, y me siento frente al ventanal a contemplar lo pintoresco de esta calle que llevo imaginando tanto tiempo.


En la esquina veo un glorioso edificio, parecido al célebre edificio Metrópolis de la calle Alcalá (esa que lleva hasta el máster, allá donde acaba Madrid). Es el antiguo edificio del Banco Español de Crédito, precioso, con una cúpula metálica y remates dorados, balcones a lo largo de toda la calle (ocupa toda la manzana) con candelabros en lo alto, en la última fila de ventanales. A su izquierda, en el otro lado de la calle, probablemente el edificio más glorioso de la zona. Es un edificio de una empresa, entre el Teatro Alcázar y un edificio repleto de balconadas al estilo de los de la calle Monteleón, que me recuerdan tanto a aquel piso de AS en Luchana que tanta suerte me trajo. El edificio es suntuoso, neoclásico sin tener nada que envidiarle a la fachada sur del Louvre parisino. De sus columnatas jónicas y sus balaustradas de mármol se asoman farolas doradas, atlantes de piedra blanca precipitándose al vacío desde las cornisas, estribos rococó, medallones que coronan pilastras gigantescas y tres cuádrigas de bronce que dominana las terrazas superiores, enfrentadas a aquella de la Puerta de Toledo no tan lejana.

Es curioso que en este tramo de calle las farolas sean como las típicas de la calle San Fernando, esa que circunscribe la Universidad, el rectorado que me vió salir de nazareno. Farolas fernandinas para una calle de cien metros escasos, que por fin colonizo. En el azulejo que lleva el nombre de la calle, el escudo de la ciudad, que siempre es familiar. ¡Qué bonito, y qué orgullo tener una calle en Madrid con tanta belleza! Y al fin y al cabo un rincón, un sólo rincón, como Sevilla merece, una maravilla a la vuelta de la esquina, como un Callejón del Agua inesperado cobijado de murallas y de patios florecidos.

Y para rematar, otra calle de Sevilla, la que cantó Martínez Ares en su comparsa Calle de la Mar allá por 2003. Un piropo a Sevilla en toda regla, que me regalón un granaíno "para cuando echara de menos Sevilla". Y realmente la añoro a veces, pero sé que siempre está ahí, esperándome en una Santa Justa siempre abierta. Aquí os la dejo, una entrada con música es más que una entrada.


lunes, 1 de febrero de 2010

Reflexión psicotrópica

Hoy en clase de Nacional nos han dicho que formamos parte del grupo de las 4 P. Este grupo consiste en un cuadrado en cuyos ángulos están: PUTAS, POLICÍAS, POLÍTICOS Y PERIODISTAS.

Sinceramente, no sé cómo tomármelo...