viernes, 28 de agosto de 2009

Pequeñas historias: 'La mano del costalero'


En ese mismo instante se detuvo el tiempo. El bullicio ensordecedor de la procesión (Andalucía, a pesar de todo, sigue rezando a gritos) se silenció de golpe, como si la gente hubiese desaparecido. Ni siquiera escuchaba el jadear de sus compañeros debajo de las andas del paso.

La trabajadera caía pesada como el mundo sobre su cuello, pero ya estaba acostumbrado. La mayoría de la gente no entiende la sufriente experiencia, el ritual sagrado del costalero, el dar la vida en un segundo al compás de treinta hombres altaneros, desafiantes, que izan el buque de la fe hasta los cielos. Mucha gente no entiende que el dolor y el anonimato que procura el faldón de terciopelo es lo mínimo, comparado con el calor del costal, los pies que casi no pueden levantarse del adoquinado, los hombros que, abatidos hasta el límite, luchan por no desequilibrarse en la siguiente zancada. La brisa de abril se colaba por los respiraderos, pero inmediatamente huía en dirección contraria, empujada por el sudor de los valientes.

Pero aún así, a pesar de tanto esfuerzo físico y jadeo, el mundo se había detenido. Se había roto el recogimiento del costalero, el joven sólo podía sentir un escalofrío que le recorría todo el cuerpo, de arriba a abajo, como un rayo. Su mano, buscando quizá la salvación de tanto calor sofocante, del peso incesante de la madera y el metal sobre la carne, salía tímidamente del espacio delimitado de la canastilla, y se iba a posar sobre el metal de apoyo. Mano crispada, agarrándose a la barra de acero como el que se agarra a la vida por última vez, dolido, buscando un brazo amigo que le arranque el dolor de su cuello y su espalda.

Y sobre la mano enervada del costalero, una sorprendente sensación de frescura y ternura. Una mano amiga, una mano de alguien a quien no puede ver la cara, pero que sabe que no hace falta. Una mano llena de recuerdos, de caricias, de juegos y de sensaciones. Una mano que se escapa del frescor de la noche granadina para adentrarse en la cárcel de los portadores de Cristo, sin importar lo sudorosa o caliente que pueda estar la mano que aprieta el metal.

El silencio sigue terrible dominando la escena. No recordaba muy bien cuándo se conocieron, a ella sí que se le quedó grabado. También fue en Semana Santa. También ante un paso. Aquel momento mágico en el que él colgó de su frágil cuello la medalla de su hermandad, forjada al calor de su pecho, entregada por simple altruísmo a una desconocida.

La misma desconocida que ahora le tendía la mano, que le daba su calor, que apretaba su mano herida, hinchada por el esfuerzo, a la salida de la catedral. Una mano que no prometió estar allí, una mano que no sabía dónde iba bajo los faldones, una mano que había reconocido entre las de todos los costaleros la suya. Una mano que ahora mismo le aceleraba la respiración. Sintió sus pies caminar un poco a su lado, sintió el frescor de su dulce piel sobre la suya, y por unos metros, olvidó el dolor, el cansancio, la fatiga y el esfuerzo, y sólo pudo pensar en ella.

La mano pronto se marchó, tras un apretón y una caricia de despedida. El ruido ensordecedor volvió, y el aire caliente, y los jadeos. El paso continuó su deambular por las calles llenas de gente. Guardó la mano. Ahora sólo sentía frío.

martes, 25 de agosto de 2009

Espacio Vital



Desde siempre he sido un defensor a ultranza de lo que el posmodernismo ha denominado "espacio vital". Es ese área delimitada y variable que rodea a cada ser humano y que le pertenece. Cualquier intrusión, sea por los motivos que sea, puede ser considerada una agresión, una provocación de desequilibrio que puede desembocar en reacciones desagradables y generalmente a la defensiva.

Sin embargo, el espacio vital, también es uno de esos aspectos que ha variado a medida que he ido creciendo. Ayer mismo, leía en mi bandeja de correo, en ese apartado que se denomina "borradores", un correo de principios de 2006. Terrible, absolutamente exagerado, provocado por un desengaño amoroso, no fui capaz de reconocerme detrás de aquellas palabras. Tuve que releerlo para cerciorarme que era yo quien escribía. Mi espacio vital impenetrable de aquel momento no tiene nada que ver con lo que tengo ahora.

De hecho sucede en mi algo extraño. En 3 años han cambiado mis amistades, mis prioridades, mi forma de pensar y hasta mi manera de actuar. Hace menos de un lustro, pensaba que el saber, que la superación personal definitiva se encontraba detrás del trabajo académico, de la rutina. Ahora me sorprendo a mi mismo exprimiendo cada momento, aprendiendo de las personas lo que no soy capaz de encontrar en los libros.

A cada paso, a cada viaje, a cada nuevo personaje que me encuentro, le saco una lección. Ya no tengo espacio vital, ni quiero tenerlo. Llevo demasiado tiempo protegiéndome de algo que no termina de suceder. He comprendido que mi vida no puede crecer al máximo (a jopo) si cargo cada día con esa burbuja que me rodea. Mi vida es más desgraciada si no dejo que la gente entre en ella.

Cuando te deshaces de la burbuja corres el riesgo de que el amor te haga el doble de daño, que te dispare a quemarropa y a traición. Corres el riesgo de que las despedidas acaben siempre en lágrimas, y de que las traiciones te duelan más de la cuenta. Vivir es arriesgar, y hasta ahora no tenía ni idea.

Implicarte con las personas, abrir de par en par tu espacio vital, a veces te lleva a conversaciones inesperadas, a abrazos tan fuertes que sientes la respiración del otro en tu propio pecho, a que te lleguen las canciones como si te hablaran a ti (pero no de un modo adolescente, sino como si tú mismo hubieses escrito los versos). Es el precio a pagar. ¿Es natural que no pueda ser feliz sin las personas a las que quiero?¿Estoy loco por tener nostalgia de los que están lejos?¿Es excéntrico agarrarme a cada minuto como si fuera el más feliz de mi vida, aprovechar cada segundo?

No hay manera más brutal de romper un espacio vital que mirando fijamente a los ojos en el silencio. Es el único gesto que me desarma por completo. Si me miras fijamente, me quedo sin palabras (yo, que escribo estas parrafadas indigestas). No reacciono, me sumerjo en el interior de quien me mira y me siento intimidado, desnudo, con todos mis secretos puestos en bandeja de plata. Es el último paso que me queda por dar.

Mi espacio vital se rompió poco a poco, el cristal se agrietó hasta que a finales de este curso, se rompió en añicos. No escuché el estallar de los cristales, aunque algunos que están muy cerca de mi sí que los sintieron al pisarlos. Espacio vital abierto para no perderme nada de lo que la vida me regala. Aunque el dolor sea el doble, la felicidad también. Cuestión de proporción, aunque yo sea de letras.

¿Y tú?¿Sigues teniendo tu espacio vital?Porque si estás leyendo esto, probablemente formes parte del mío.

viernes, 21 de agosto de 2009

Crónica de una servilleta

Granada, 19 de agosto de 2009


"Fascinado por las tapas gratuitas que te ofrecen los bares granaínos, la noche del miércoles decidimos, en un arrebato de originalidad, ir a un bar a tomarnos una cerveza. En esta ocasión, junto a lo que me contaron que era una antigua estación de autobuses. Tras nosotros, las incansables obras del Metro (minimetro en el caso de Granada). De nuevo, Granada se echa a la calle para lo que es nuestra despedida. Al mediodía del jueves debemos partir con toda la papa hasta Sevilla.

Transcurre la noche y nos quedamos Tony y yo con los granaínos (David ha ido a por Carmen a la estación de autobuses, parece ser que a Atocha, por lo que tardan). De repente, en una arrebato de agradecimiento, o sabe Dios por qué, veo a un granaíno adoptado plegar una servilleta y tendérmela. Al individuo en sí lo conocen como "el Lucho", extraño mote, ya que a mí al Lunni lo que se dice al Lunni, no me recuerda. Me informan que también lo llaman "gitano". Eso me cuadra más, teniendo en cuenta que lleva toda la noche cantando Serrat por bulerías.

Me alarga la mano y me enseña un truco que ya sabía pero que siempre me ha hecho gracia, el que podéis observar en la siguiente fotografía.


El "Gracias por su visita" de la servilleta de papel se transforma en un soez y desconcertante "Gracias puta". Desde el otro lado de la mesa, un chaval al que le dicen Juanito Maravilla (este sí que tiene nombre de cantaor flamenco, pero no tiene mucha pinta de vivir en el Sacromonte...) me reta desafiante. "Haz la crónica de la servilleta", me dice mientras se sonríe. El que llaman "el Lucho" le apoya, y me dice que no hay huevos de colgarla en el blog (sospechosamente conocen la Mesa del Rincón). Y aqui me tenéis, narrando en primera persona un suceso sin duda apasionante, lleno de giros trepidantes, emoción, riesgo; contado como si me fuese la vida en ello. Mis interlocutores no tienen demasiada mala pinta, pero no quiero arriesgarme y aqui estoy escribiendo. Son dos personajes exóticos de los que no sabes qué puede pasar por su cabeza.

La servilleta, desgraciadamente, quedó sobre aquella mesa roja de la terraza del bar de Granada. Quizá debí traérmela y guardarla como testimonio de esta vibrante aventura, que sin duda quedará grabada a fuego en mi memoria."





*Por cierto, no sé quién tiene menos vergüenza, si vosotros que me lo propusísteis, o yo que acepté. Prueba superada. Siempre dándome trabajo, compae...

jueves, 20 de agosto de 2009

Compae

Hace apenas una hora que solté las maletas en mi cuarto, y ya estoy aqui delante del ordenador escribiendo. De nuevo una crónica de algo que no ha sido un viaje a un destino, sino un viaje a una parte del corazón, a una concatenación de lugares comunes que siempre he conocido pero que he tardado seis años en visitar.

Como la fruta que da nombre a la ciudad, la granada, en estos días he resquebrajado la dura corteza amarga para adentrarme en la viveza del rojo intenso, de las emociones, de los reencuentros. Sólo llegaba con una premisa a la ciudad nazarí: dejarme sorprender. Que los que habitan la ciudad me llevaran a donde quisieran. Y así ha sido.

Tres éramos los que salíamos de Sevilla a las 9 de la mañana del lunes. Cada uno tenía en su mente una faceta de Granada, una imagen virtual de lo que iba a encontrarse. Uno buscaba el amor en la distancia, el reencuentro con lo querido y lejano. El otro la ilusión de lo recientemente descubierto, el cruce de miradas con los que le entienden. Y yo, la paradoja temporal de cumplir una promesa hecha hacía años, y la búsqueda de un futuro laboral que quizá pueda estar en la ciudad de la Alhambra.

Lo primero nada más llegar, nos perdemos. A falta de anécdotas, nos vamos a dar de bruces con un azulejo de la Perpe, hemos encontrado sin quererlo el Santuario. ¿El destino? Nos vienen a recoger y Tere nos lleva a su casa. Subimos con el coche las cuestas del Realejo hasta la calle Santiago. Alli vaciamos el coche y, para no perder tiempo, nos subimos todos con maletas includas en el ascensor. Comienza a subir y llega hasta el cuarto, donde se para. De repente nos damos cuenta de que las puertas no van a abrirse: estamos atrapados. Nadie nos oye, y David en un momento de lucidez da un salto... en la pantalla del ascensor leemos "Error". Vaya comienzo. Por fin nos sacan después de media hora con un calor sofocante. ¿Quién dijo que quería anécdotas?

El viaje transcurre de bar en bar, de un lugar pintoresco a otro, los grupos mutan y alternan a distintos amigos, a viejos conocidos, a los de siempre y a los que se incorporan cada año después de esa mágica semana que transcurre en un monasterio de Burgos, más mágica si cabe en esta última edición que, tras 5 espinos sin sorpresas y sin creer que nada pudiese alterar la rutina, me ha dejado algunos regalos inesperados, algunos de ellos en la ciudad de la Alhambra. Si algo me llama la atención es lo profundamente acogido que me siento, la sensación de que nunca estoy solo, de que todos, a pesar de sus estudios y sus trabajos, sacan tiempo de donde no lo hay para echar un rato con tres sevillanos que se han plantado en Granada un poco a la aventura.

No me canso de escuchar ese prodigioso acento, cercano, de los granaínos. Yo, el de Andalucía occidental, el mismo que al principio, allá por 2003, no entendía aquel acento con vocales abiertas y un deje muy característico, soy ahora el que se queda embobado escuchando palabras que empiezan a formar parte de mis recuerdos. Les dejo en Granada el triple "hola" y me traigo la palabra que más me gusta: Compae. Quizá porque en Sevilla nunca la oimos, quizá porque me encanta escuchar a Juanito decirla y al Lucho imitarlo, o quizá porque cuando la oigo significa que estoy rodeado de los amigos de los Reden, y estoy en la gloria.

Me traigo recuerdos de mis anfitriones a los que agradezco todo, porque de ellos depende en gran medida el éxito de esta expedición. A Tere, la que no nos ha dejado ni por un momento solos aunque todo el mundo se fuese, y a Juan, que nos abrió las puertas de su casa sin pensarlo.

Si tengo que elegir una visión, la de Granada desde lo alto de los Reden, con un señorial Pulido (que vuelve a mi vida parece que para quedarse) de guía experto por los entresijos del Santuario.

Una escena, la de los hermanos Quesada, Emi, Migue y Jose (que entra oficialmente en la historia de esta Mesa del rincón) peleándose entre sí para decidir si se van a casa o no mientras la matriarca los llama sin cesar por teléfono.

El sonido, el del piano, el de las nanas de Crepúsculo, insertadas en mi cabeza de tanto oirlas a todas horas. Juanito sentado en la cama ante el piano, con la boca entreabierta, concentrado, deslizando sus manos incansablemente sobre las teclas para lograr tocar la melodía que tantos recuerdos le trae. Y yo, con la suerte de poder presenciar el momento, en silencio, almacenando en la memoria lo que será mi banda sonora del viaje.

Una mirada, la de los ojos despampanantes de Lourdes. Esos ojos que te da miedo mirar no vaya a ser que te arrastren a otro lugar, que imponen porque son sinceros y cálidos.

Un sabor, el del helado de naranja de Los Italianos, en plena Gran Vía. El mismo helado que tomé hace ahora dos años, cuando Emi hacía de mi cicerone por los callejones granaínos.

Un gesto...no creo que pueda elegir sólo uno. Me quedo con las sonrisas, la de cada uno, todas distintas y todas hermosas. La de Luis, la de Ana, la de María, la de Jose... todas, absolutamente todas.

Una conversación, la última. Aquella que tiene lugar cuando la noche se enciende con la luz de la mañana, cuando todo el mundo duerme, y sólo quedan dos colgaos que nunca se hubiesen imaginado que después de tantos años, esa conversación fuese a tener lugar. En el último momento, en el descuento, cuando faltan horas para partir, es cuando se abre el corazón y el momento te dice que hay confianza más que de sobra.

Un momento: ahora. Cuando sentado ante esta polvorienta pantalla me doy cuenta de lo prodigioso de estos días, de los recuerdos, de las sorpresas, de las charlas, de las canciones, de las confesiones, de los abrazos, de las risas y de la razón que tenía hace menos de un mes cuando decía que este año mi Espino comenzaba en el postespino. Que me había cansado de tener sólo una semana que recordar, y que quería que las personas que forman parte de la "burbuja" de la tercera semana de julio fueran parte de mi vida real durante todo el año a jopo, como decís vosotros.

Como siempre, acabo poniéndome sentimental, y para los sensiblones, no me gustaría haceros la tres catorce y que acabéis con el lagrimón, que es mucho mejor pensar en la próxima vez, en la siguiente llamada de teléfono, mensaje al móvil o comentario en el tablón del tuenti. Por todos los detalles que vais dejando en mi equipaje, por los sueños que me ayudáis a construir, por la tranquilidad que me dais y por la felicidad con la que me vuelvo a Sevilla, de la que sois absolutos artífices y culpables. Que os quiero, compaes...



*Por cierto, yo no miento: la crónica de la servilleta en la próxima entrada del blog. Palabra.

viernes, 14 de agosto de 2009

Por una educación digna, me llega esto vía Tuenti


(Artículo de Arturo Pérez Reverte aparecido en el suplemento dominical XLSemanal. Cuánta razón...)




PERMITIDME TUTEAROS, IMBÉCILES


Cuadrilla de golfos apandadores, unos y otros. Refraneros casticistas analfabetos de la derecha. Demagogos iletrados de la izquierda.Presidente de este Gobierno. Ex presidente del otro. Jefe de la patética oposición. Secretarios generales de partidos nacionales o de partidos autonómicos. Ministros y ex ministros -aquí matizaré ministros y ministras- de Educación y Cultura. Consejeros varios. Etcétera. No quiero que acabe el mes sin mentaros -el tuteo es deliberado- a la madre. Y me refiero a la madre de todos cuantos habéis tenido en vuestras manos infames la enseñanza pública en los últimos veinte o treinta años. De cuantos hacéis posible que este autocomplaciente país de mierda sea un país de más mierda todavía. De vosotros, torpes irresponsables, que extirpasteis de las aulas el latín, el griego, la Historia, la Literatura, la Geografía, el análisis inteligente, la capacidad de leer y por tanto de comprender el mundo, ciencias incluidas. De quienes, por incompetencia y desvergüenza, sois culpables de que España figure entre los países más incultos de Europa, nuestros jóvenes carezcan de comprensión lectora, los colegios privados se distancien cada vez más de los públicos en calidad de enseñanza, y los alumnos estén por debajo de la media en todas las materias evaluadas.

Pero lo peor no es eso. Lo que me hace hervir la sangre es vuestra arrogante impunidad, vuestra ausencia de autocrítica y vuestra cateta contumacia.

Aquí, como de costumbre, nadie asume la culpa de nada. Hace menos de un mes, al publicarse los desoladores datos del informe Pisa 2006, a los meapilas del Pepé les faltó tiempo para echar la culpa de todo a la Logse de Maravall y Solana –que, es cierto, deberían ser ahorcados tras un juicio de Nuremberg cultural–, pasando por alto que durante dos legislaturas, o sea, ocho años de posterior gobierno, el amigo Ansar y sus secuaces se estuvieron tocando literalmente la flor en materia de Educación, destrozando la enseñanza pública en beneficio de la privada y permitiendo, a cambio de pasteleo electoral, que cada cacique de pueblo hiciera su negocio en diecisiete sistemas educativos distintos, ajenos unos a otros, con efectos devastadores en el País Vasco y Cataluña.

Y en cuanto al Pesoe que ahora nos conduce a la Arcadia feliz, ahí están las reacciones oficiales, con una consejera de Educación de la Junta de Andalucía, por ejemplo, que tras veinte años de gobierno ininterrumpido en su feudo, donde la cultura roza el subdesarrollo, tiene la desfachatez de cargarle el muerto al «retraso histórico».

O una ministra de Educación, la señora Cabrera, capaz de afirmar impávida que los datos están fuera de contexto, que los alumnos españoles funcionan de maravilla, que «el sistema educativo español no sólo lo hace bien, sino que lo hace muy bien» y que éste no ha fracasado porque «es capaz de responder a los retos que tiene la sociedad», entre ellos el de que «los jóvenes tienen su propio lenguaje: el chat y el sms». Con dos cojones.

Pero lo mejor ha sido lo tuyo, presidente –recuérdame que te lo comente la próxima vez que vayas a hacerte una foto a la Real Academia Española–. Deslumbrante, lo juro, eso de que «lo que más determina la educación de cada generación es la educación de sus padres», aunque tampoco estuvo mal lo de «hemos tenido muchas generaciones en España con un bajo rendimiento educativo, fruto del país que tenemos».

Dicho de otro modo, lumbrera: que después de dos mil años de Hispania grecorromana, de Quintiliano a Miguel Delibes pasando por Cervantes, Quevedo, Galdós, Clarín o Machado, la gente buena, la culta, la preparada, la que por fin va a sacar a España del hoyo, vendrá en los próximos años, al fin, gracias a futuros padres felizmente formados por tus ministros y ministras, tus Loes, tus educaciones para la ciudadanía, tu género y génera, tus pedagogos cantamañanas, tu falta de autoridad en las aulas, tu igualitarismo escolar en la mediocridad y falta de incentivo al esfuerzo, tus universitarios apáticos y tus alumnos de cuatro suspensos y tira p'alante.

Pues la culpa de que ahora la cosa ande chunga, la causa de tanto disparate, descoordinación, confusión y agrafía, no la tenéis los políticos culturalmente planos. Niet.

La tiene el bajo rendimiento educativo de Ortega y Gasset, Unamuno, Cajal, Menéndez Pidal, Manuel Seco, Julián Marías o Gregorio Salvador, o el de la gente que estudió bajo el franquismo: Juan Marsé, Muñoz Molina, Carmen Iglesias, José Manuel Sánchez Ron, Ignacio Bosque, Margarita Salas, Luis Mateo Díez, Álvaro Pombo, Francisco Rico y algunos otros analfabetos, padres o no, entre los que generacionalmente me incluyo.

Qué miedo me dais algunos, rediós. En serio. Cuánto más peligro tiene un imbécil que un malvado.

miércoles, 12 de agosto de 2009

Pequeñas historias: 'La mujer que no podía amar'

La conocí en un viaje. No recuerdo bien a dónde ni cuándo. No recuerdo si nevaba, si íbamos en tren o en barco, sólo la recuerdo a ella.

En el oscuro rincón de un café, con la frente caída hacia la endeble mesa circular que la custodiaba. Ese muro y frontera hacia lo ajeno, lo extraño, lo para ella inexistente. El tintineo de su cucharilla contra el cristal de la taza de café era el monótono ruido de su enajenación, el seco chirriar de las cadenas de los recuerdos que vuelven a aflorar.

Las mesas de alrededor lucían brillantes, pulidas, remozadas. La suya estaba igual de limpia, igual de nivelada. Pero la mesa estaba fría, sin brillo al roce de un chaleco blanco, que abrigaba el cuello de la mujer triste. Mi mujer triste desde aquel día.

El pelo, lacio, castaño claro por la acción del sol, se derramaba dulcemente sobre el lienzo terso de su frente, a modo de telón de una obra maestra. No había provocación en el peinado, no había extravagancia, sólo el equilibrio y la elegancia de la hermosura que es cien mil veces bella por sí misma.

Se miraba abatida en el espejo amargo del café. Entre las ondas del brebaje oscuro buscaba la razón de un abandono, quizá de un desamor, quizá de un duelo. Sola en la esquina del café, sola en el mundo de sus pensamientos.

Levantó la cabeza en un instante. Poderosa mirada la que me contemplaba. Exhausto de dolor yacía inmóvil ante aquellas saetas que me atravesaban desde tantos metros de distancia. El sol que penetraba en el salón se reflejaba en sus ojos como monedas nuevas, como el mismo oro deslumbrante. Unos ojos siempre dispuestos a mirar al horizonte, unos ojos profundamente hermosos, pero tristemente huérfanos de amor. Eran los ojos de un corazón herido, de un alma que había sufrido demasiado para seguir riendo cuando un hombre le dedicaba su piropo más cortés.

Aquella mujer no confiaba en los hombres. No podía. Quizá un hondo pesar, una experiencia violentamente desalentadora le hubiera retractado de seguir formando parte del enorme teatro del deseo. Aquella mujer no necesitaba ya más hombres de facciones poderosas y labios carnosos, no más cuerpos atléticos ni voces encantadoras. Necesitaba un amigo, un pequeño ángel, tan frágil como ella, y a la vez con una actitud emprendedora, valiente ante la adversidad.

Pero la mujer del café nunca lo admitiría. Estaba demasiado dolida como para darse cuenta de que se le escapaba la vida entre los muros del salón. Poco a poco cada minuto caía de su tiempo como las gotas de su cucharilla resbalaban por el plato. El hombre al que esperaba pasaría ante sus ojos como el sueño que se olvida al despertar, y ella ni siquiera levantaría la mirada. Porque ella no sabía que lo esperaba.

La gente del café entraba y salía, pero ella siempre permanecía. Siempre su melena pendía cual telón ante la concurrencia. Siempre su pelo destellaba a la luz del mediodía. Siempre sus ojos ocultos fijos en aquel café. Quiso la mujer leer en su taza el futuro que le aguardaba, pero no pudo ver lo desgraciada que era.

Pensé que quizá podría mantener la mirada hacia la mujer triste un segundo más, y si era capaz de arrancarle un esbozo de sonrisa, le diría lo espectacularmente hermosa que era. Pero sus ojos parpadearon, y como quién rompe el encanto, su mirada, aquellos ojos profundos como el océano, volvieron a caer en vertical hacia la mesa de su soledad.

Se había roto el hechizo. No pude reprimir que una lágrima cayera por mi mejilla mientras huía como un niño desolado dejando atrás el café. Al fin y al cabo, la ilusión es solo la condena de los necios.


Un regalito que pretende ser literario. Hace años que lo escribí, pero ahora os lo presento para este verano de tiempos libres e inquietudes de futuro. Como podréis comprobar, es el relato que da nombre al blog. ¿Si la historia sucedió realmente? Eso queda para el autor.